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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fronteras permeables

Esta vez no caben amargas victorias o dulces derrotas. Está muy claro quiénes han ganado y quiénes han perdido, y lo que ahora toca es explicar por qué. Muchos ciudadanos se han sorprendido de los resultados; sobre todo, de una mayoría absoluta que casi nadie había previsto, incluyendo este periódico. Ello significa que no habían sido bien interpretados algunos datos de la realidad: que se habían -habíamos- dado por supuestas hipótesis discutibles y valorado erróneamente, demasiado subjetivamente, signos y mensajes procedentes del electorado.Los números no lo explican todo, pero, a la vista de los resultados, es patente que antiguos electores de la izquierda han votado al PP, y que ha dejado de ser evidente que en España exista una mayoría social de izquierdas. Puede haberla, pero no es un dato invariable. Tales constataciones podrían sintetizarse en una: la identificación ideológica no es tan determinante del voto como pudo serlo hace algunos años. Es decir, que la sociología electoral de este país se parece cada vez más a la de nuestros vecinos; que ya no hay motivo para que nos sorprenda tanto ver cómo en Francia o en el Reino Unido millones de electores cruzan sin drama la frontera entre formaciones de signo diverso. Eso no significa que no haya diferencias ideológicas entre los partidos, pero la adhesión a los mismos no es algo que se otorgue de una vez por todas. Los motivos para votar varían de una elección a otra, y tienen más que ver con la gestión política y económica que con la ideología. Ello ocurre, sobre todo, entre los más jóvenes: esos votantes que no conocieron la dictadura ni la transición o que únicamente guardan de ellas recuerdos infantiles. Y esas generaciones suponen ya la mitad del censo electoral.

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El veredicto de las urnas no ofrece dudas, pero sería un error interpretarlo como un cheque en blanco. Precisamente porque los motivos para votar han dejado de ser permanentes, una gestión prepotente de esa mayoría sería interpretada como una invitación a cambiarla. La derrota socialista de 1996 fue un efecto aplazado de los abusos que hizo de su mayoría en los años en que casi no tenía rival. Y, en sentido inverso, ahí está la victoria sorprendente de Jospin en Francia para probar que la gente puede rehabilitar a los derrotados si los vencedores son sectarios.

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Esa hipótesis alienta las esperanzas de los socialistas, pero se equivocarían si la convierten en una coartada para un nuevo aplazamiento de lo que ya era urgente en 1993. Almunia transmitió ayer la convicción de quien interpreta el mensaje del electorado en términos de renovación. Corresponde a su partido sacar las consecuencias lógicas, como él ha hecho. La gente está harta de bronca, y también de quienes llevan demasiados años de bronquistas. No es cuestión de edad, sino de no seguir mirando atrás; ni con nostalgia ni con rencor.

En el País Vasco no es tan fácil identificar al vencedor, pero no hay duda de que el derrotado ha sido ETA (y su brazo político). Primero, porque su intento ventajista de deslegitimar a las instituciones mediante la abstención se ha saldado con un fracaso total: el descenso en la participación, de siete puntos, ha sido idéntico al producido en el conjunto de España. Es decir, inferior al porcentaje obtenido por HB en las anteriores legislativas (12%), y no digamos al que alcanzó en las autonómicas de 1998, con el señuelo de la tregua (18%). Segundo, porque una parte de ese electorado ha votado al PNV, reforzando al nacionalismo democrático respecto al violento y dándole la ocasión de rectificar el rumbo de Estella sin desgarros internos. Tercero, porque ese refuerzo del PNV no evita el retroceso de las fuerzas nacionalistas respecto a las constitucionalistas: la relación es ahora de 40/60 (y de 33/66 si se incluye Navarra) a favor de los no nacionalistas, de forma que, incluso atribuyendo a HB los siete puntos de crecimiento de la abstención, el PP y el PSOE sumarían una neta mayoría.

Esos resultados no autorizan, desde luego, a decir, como hizo Anasagasti, que, "pese a todo, Euskadi sigue siendo nacionalista". Pero tampoco a afirmar que haya dejado de serlo. Lo que demuestran es la pluralidad de la sociedad vasca. Es posible que en las próximas autonómicas vuelva a producirse una mayoría nacionalista, pero ya no podrá darse por descontado: los resultados indican que antiguos votantes del PNV han apoyado al PP, lo que confirma que también en este terreno la frontera identitaria se ha hecho permeable.

Los resultados afectan a la dimensión española de la política de CiU. Frente a lo proclamado en su campaña, la formación de Pujol ha dejado de ser decisiva. Tal vez no sea ajeno al resultado el fuerte rechazo que en el conjunto de España suscitan las fórmulas de pacto entre el partido del Gobierno y las fuerzas nacionalistas. Seguramente es consecuencia de la forma tan mercantil como Pujol (y también Arzalluz, mientras pudo) ha venido planteando su colaboración a la gobernabilidad, sin tomar en consideración la irritación que tal actitud provocaba en la opinión pública española. Pero sería un error simétrico que Aznar ignorase el papel moderador, en general positivo, que han tenido sobre aspectos centrales de su política los acuerdos con los nacionalistas democráticos. La primera prueba del talante de un PP con mayoría absoluta será la relación que ahora establezca con quienes han sido sus aliados.

Sobra sectarismo y maniqueísmo en la política española. Ojalá que las corrientes de fondo que indican estos resultados sean una invitación a favor de identidades políticas más porosas y de una superación de las trincheras blindadas.

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