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Flores entre las cenizas

"Cada 6 de marzo llevaremos flores al solar donde murió mi hermano. Pongan lo que pongan en ese sitio". Las hermanas de Juan Ángel Bautista de la Cruz, de 39 años, ya llevaron flores el pasado jueves al descampado donde éste murió el pasado lunes, carbonizado junto con otras cuatro personas que vivían en un inmueble abandonado de la calle de Hornachos, en Entrevías. Depositaron un ramo junto a las cenizas, mientras una excavadora, a sus espaldas, derribaba las dos plantas que sirvieron de refugio a Juan Ángel durante los dos últimos años de su vida. "Pueden edificar ahí lo que quieran, pero nosotras volveremos allí cada 6 de marzo para poner flores", se juramentan Pilar, Margarita y Francisca, cuatro de las hermanas."Esa mañana acababa de subirme al autobús cuando oí a unas mujeres que iban hablando de que había habido un incendio, que habían muerto cinco personas y que una de ellas era un chico cojito que siempre andaba con unos perros. Nada más oírlo, pensé en mi hermano. Y les dije: 'Perdonen que les moleste. ¿Saben ustedes si ese chico de los perros se llamaba Juan Ángel?' Y ellas me contestaron que sí, que se llamaba Juan Ángel. ¡Bueno! casi me da algo. Casi me tiré del autobús en marcha".Una hermana llamó a otra. Y ésta a otra. Y así hasta juntarse todas para comprobar que sus temores eran realidad, antes de avisar a su otro hermano y su padre. Y eran realidad. Juan Ángel Bautista de la Cruz era uno de los cinco cadáveres carbonizados e irreconocibles que los bomberos habían sacado de entre las ruinas humeantes de un antiguo bloque del Instituto de la Vivienda de Madrid (Ivima) que debía haber sido derribado mucho tiempo atrás. Pero la burocracia y un enconado litigio entre la Comunidad y la dueña de un despacho de loterías existente en la planta baja habían ido retrasando la demolición. Así que Juan Ángel Bautista llegó, se metió allí e hizo de aquello su hogar y el de sus inseparables perros.

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Lo recuerda Margarita: "Fuimos al Instituto Anatómico Forense y nos enseñaron un cuerpo negro como el carbón. Irreconocible. Pero era él. No sólo por la cojera de su pierna derecha, sino porque, pese a todo, se le veían unos tatuajes y... porque le faltaba un testículo. Y a mi hermano le faltaba un testículo. Y, además, tenía el cuerpo lleno de costurones. Y mi hermano tenía el cuerpo plagado de costurones. ¡Pobrecillo...!"

Juan Ángel Bautista murió abrasado junto a Patrocinio Gil Soto, de 39 años, madre de tres hijos; su novio Juan Beltrán García, de 40 años; Carmelo Lozano Zapata, de 49; y Óscar Castaño García, de 29 años. El único de los inquilinos que se salvó fue Bartolomé Rodrigo, un ex toxicómano de 37 años, al que en el barrio conocen por Tolo.

"La vida de Juan Ángel es para escribir una novela", coinden las Bautista. "De verdad ¿eh? Es para un libro. Pero él no era un mendigo ni un toxicómano. De eso nada. Los otros no sabemos, pero él no, seguro que no".

Juan Ángel formaba parte de una familia compuesta por otro varón y cuatro mujeres. Su padre, como tantos otros españoles, emigró de Madrid a Alemania y se pluriempleó de albañil y de conductor para dar de comer a los suyos.

Con 15 o 16 años, ya de vuelta en Madrid, el chico " se juntó con malas compañías" y un mal día se estrelló con un coche robado. Los bomberos le sacaron de entre los hierros con la pierna derecha destrozada. Estuvo entre la vida y la muerte y, al final, salió adelante con la pierna llena de clavos y con una permanente cojera. Desde entonces sería El Cojo. Pero lo peor es que, según sus hermanas, desde entonces padeció esquizofrenia.

"Cobraba 47.000 pesetas al mes por minusvalía y vivía en la calle porque quería, porque no aguntaba estar en una casa. Le tuvimos muchas temporadas con nosotras. Una vez una, otra vez otra... Pero no aguantaba. Le echábamos en la comida las pastillas para la esquizofrenia y él lo notaba y se enfadaba. Otras veces, llenaba la casa de chatarra o traía un sofá viejo y, claro, nos enfadábamos con él, aunque le queríamos y nos quería. Todo lo que podamos decir de él son cosas llenas de amor porque le amábamos", coinciden Pilar, Francisca y Margarita.

A Juan Ángel Bautista le pasó de todo en su vida: estuvo preso en el viejo Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Carabanchel, le atropelló un camión, estuvieron a punto de quemarle vivo en dos o tres ocasiones mientras pernoctaba en furgonetas o chabolos improvisados, le acuchillaron dos veces -una cuando dormía hace 10 años en la estación de Chamartín y otra en plena calle Mayor-, le robaron, se cortó las venas cuando estaba en el talego y hasta se seccionó un testículo "por una apuesta", según las hermanas. "No sé cómo no se murió entonces", recuerda Francisca, "porque había que ver cómo sangraba..." Pero sobrevivió a todo.

La familia decidió respetar la voluntad de Juan Ángel, que no era otra que vivir a su modo y con sus perros. "¡Cómo le obedecían los perros! Él les hablaba en alemán y ellos le obedecían. Sabía unas pocas palabras de alemán, que aprendió cuando estuvimos allí de chicos, y los perros le entendían", afirma Pilar. Pero la familia le tenía perfectamente controlado: sabían dónde vivía y jamás dejaban pasar más de 15 o 20 días sin verle. Pilar estuvo con él apenas 72 horas antes de que muriese carbonizado.

Las hermanas Bautista no conocían a las cuatro personas que murieron en el incendio. Ni siquiera a Patrocinio Gil, una mujer que estaba desenganchándose de la heroína a través de un programa de metadona, cuya familia vive en el mismo barrio de San Diego. "Nos da igual lo que fueran. No hay derecho a que nadie muera de esta forma. A ver si todas las familias nos vemos en el funeral que va a haber el martes en la iglesia del barrio", señalan las hermanas. Y ellas volverán a llevar flores al cementerio de Fuencarral, donde reposa Juan Ángel, y colocarán sobre su lápida una estatua de un perro...para que no esté tan solo.

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