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Tribuna:MONEDA AL AIRE - JULIO CÉSAR IGLESIAS
Tribuna
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¿Ché cosa fai, Ancelotti?

A veces un partido es algo más que una cuenta de goles a la que, después de repasar nuestra vieja colección de etiquetas, le colgamos una explicación. A veces el fútbol castiga a quienes organizan un forcejeo entre veintitantos patanes, nos entregan una moneda oxidada y nos dicen Disfrútala: has ganado por uno a cero. A veces el fútbol, que es en buena medida un dominio del azar, se sale de su perfil aleatorio y premia a quienes no se conforman con entenderlo como un accidente ni como una reyerta, sino como una excusa para el recreo.A veces, el fútbol se llama Ancelotti y tiene un inconfundible belfo de mastín. Sus valedores suelen ser tipos adustos que exigen descomunales inversiones en figuras, aunque nadie sabe muy bien por qué. Su ciclo es el siguiente: tiran de chequera, se las arrebatan al enemigo y finalmente, en un súbito ataque de hidrofobia, las postergan en favor de los funcionarios más fieles y mediocres. Un año más tarde, llámense Kanu, Zola, De la Peña, Laudrup o Bergkamp, convenientemente desfiguradas, parten para el destierro, y en el mejor de los casos terminan haciendo un curso de rehabilitación en el fútbol inglés.

En esta ocasión, como de costumbre, Ancelotti afrontaba los octavos de final de la Copa de la UEFA con el crédito que podía desprenderse de su cuenta de resultados: después de sumar una enorme fuerza creativa, después de reunir en la misma plantilla a Zidane, Del Piero, Inzaghi, Oliseh y Kovacevic, presumía de gobernar el calcio gracias a su habilidad para la cerrajería. Por lo visto, la campaña de la Juve no pasaría a la historia por la excelencia de sus malabaristas, ni por el esplendor de sus artilleros; su gloria consistía en que los equipos contrarios solo le habían marcado once goles. Qué divertido.

Ahora, puesto que debería eliminar al Celta, uno de esos equipitos españoles atrapados en cierto principio arcaico que consiste en jugar la pelota, administraría convenientemente la aportación de sus genios: bastaría con echarle al partido unos gramos de Del Piero, y quizá unas onzas de Kovacevic, para que el tinglado Celades-Makelele-Mostovoi se desplomase a los pies de su Vecchia, ma artrítica, Signora. En un principio, los hechos parecieron darle la razón: aunque el Celta le rodeó en su propia área, aunque Mostovoi tuvo el partido en aquel refilonazo al palo, Ancelotti terminó entregando a los tifosi la moneda acostumbrada: falta que remata Kovacevic y victoria por uno a cero. Divino, Carlo, dijeron los calciofilos.

Con semejante caudal se presentó muy arrogante en Balaídos; hoy, Inzaghi, Oliseh y Zidane serían suplentes. Medio minuto más tarde, Mostovoi hacía un quite por chicuelinas en el pico del área, se ceñía a la cadera al defensa más próximo y le servía a Makelele el primer gol. Para responder a semejante atrevimiento, don Carlo solo pedía agresividad; si bien el solitario Del Piero se atrevía a dibujar algún desplante, a él la pelota seguía importándole una lira.

Cuando quiso darse cuenta tenía a su gente desquiciada: mientras el entrenador local, un tal Víctor, pedía a su gente que tocara a un lado y a otro, el árbitro había empapelado a Conte por reincidente y a Montero por camorrista. Entonces Carlo sufrió un ataque de pánico y se acordó Zinedine Zidane. Le mandó salir para que viese de cerca el cuarto gol.

El colofón de la aventura fue la retirada de Montero. El chico volvió muy despacito a los vestuarios mientras se tentaba sospechosamente la curva de las ingles. Algunos lo interpretaron mal, pero su gesto tuvo un valor incalculable: antes de desaparecer conseguía revelarnos con qué parte del cuerpo había planteado la eliminatoria su amado jefe.

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