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Bajarles los humos

Bajarles los humos podría parecer a estas alturas de la soirée una consigna ecologista pero en nuestro caso, a efectos de la presente campaña para los comicios del próximo domingo, encierra un propósito mucho más elemental, de higiene cívica.Con la expresión bajarles los humos querría expresarse la conveniencia de promover el aterrizaje de los líderes, de curarles del mal de altura, de someterles a un baño de realidad de la que son propensos a fugarse cuando se encuentran en pleno disfrute del poder. Parecería que el ejercicio de abandonar los despachos y desprenderse de tantas defensas para encontrarse cuerpo a cuerpo con los electores debería proporcionar oxígeno vivificante a los líderes políticos.

Pero pasan los días y se observan contraindicaciones. Todo indica que los actores políticos se empobrecen, permanecen aislados y sólo entran en interacción con la escenografía invariable que se despliega para acogerles. Imposible reconocer la modestia de los estrados de hace unos años, dispuestos y aderezados con los elementos característicos de los colores locales, que marcaban la diferencia.

Ahora las intervenciones de los grandes, sobre todo las del más rumboso en gastos electorales, vienen precedidas de víspera por el gran remolque con los mismos elementos decorativos, luminotécnicos y megafónicos, cualquiera que sea el lugar donde el acto haya sido programado. Todo sucede como en las giras de los grandes de la canción. En realidad, cada una de las caravanas articuladas alrededor de los cabezas de cartel se sirve al menos de dos vehículos con iguales arrastres, de forma que cuando todo el contenido de uno de ellos está desplegado en un lugar, el otro se encuentra viajando hacia el siguiente destino. Esos escenarios están concebidos para el encumbramiento. El orador a distancia sólo siente sobre sí la mirada de miles de ojos anónimos hasta que también esa referencia inmediata desaparece al encenderse el piloto rojo, anuncio de la entrada en directo en los informativos de televisión.

Así que para los candidatos máximos, tantas idas y venidas son de poca utilidad para bajarles los humos porque se trasladan en volandas, levitando, sin compartir la condición pedestre de sus electores. Imposible imaginar la controversia, las preguntas individuales formuladas en igualdad de condiciones megafónicas. En el esquema previsto las palabras fluyen en una sola dirección, se pronuncian desde el atril y retumban sobre la audiencia. Ni siquiera hay para las preguntas el espacio reservado en las juntas generales de las grandes empresas a los accionistas críticos, que al menos disponen de una espita de aguafiestas, drenaje tan temido como controlado de los excesivos triunfalismos. En estas condiciones de inferioridad, a la audiencia sólo le queda una respuesta coral, que apenas sirve para mostrar cuál es el registro de sus particulares entusiasmos. Por eso, el ejercicio más interesante es el de observar dónde busca el orador provocar los aplausos y dónde y con qué espontaneidad e intensidad llegan a producirse.

Los candidatos van en loor de multitud. El ruido ambiente y la megafonía supletoria les impide escuchar, todo está programado para evitar el diálogo interpersonal en estas ocasiones masivas. Además, las otras ocasiones han desaparecido, al menos por lo que se refiere al candidato del PP a la presidencia del Gobierno. En efecto, su anterior encarnación de hombre corriente de que hacía gala en 1996 ha desaparecido y, tras su elevación a la nube carismática y su consiguiente endiosamiento, sólo acepta ser entrevistado por los periodistas afines, que jamás repreguntan, y, además, se niega a sostener los debates reclamados en aquellos tiempos del cuplé de la oposición. A sus competidores les niega esa primera condición. La cuestión, si repitiera, es la de ¿quién le bajaría los humos?

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