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Vidas privadas

J. J. PÉREZ BENLLOCH

El vicepresidente primero del Consell, José Luis Olivas, está dolido porque se le ha reprochado con acidez y desde distintos medios informativos una referencia personal a la diputada socialista María Antonia Armengol. Él asegura que ni hubo intención de escarbar en la vida privada de la parlamentaria ni que de sus palabras pueda desprenderse tal conclusión. Como yo mismo metí el cazo -y al parecer la pata- en la misma olla que sus críticos, me avengo gustosamente a ofrecerle mis disculpas y celebrar que no estuviese en su ánimo ni en su discurso el allanar el movedizo ámbito de la privaticidad ajena.

El episodio, como quizá le consta a nuestros lectores, ha nutrido alguna columna periodística mordaz y no han faltado los políticos de la oposición que se han sentido escandalizados, con o sin la perversa intención de zurrarle a su adversario. Unos y otros, en definitiva, tan sólo hemos intentado -acaso inoportunamente, por no haber motivo- punir y neutralizar lo que pudo parecernos la ruptura de un pacto tácito que por estas latitudes ha venido respetándose y que sumariamente consiste en soslayar la menor alusión a los asuntos particulares que no incidan en la esfera pública o en los intereses generales. Y muy en especial, las peripecias familiares o de alcoba, cuyo morbo invita singularmente a su divulgación.

Por fortuna, tanto periodistas como políticos -sujetos de probada locuacidad e indiscreción por necesidades del oficio- han sabido observar esta norma no escrita, y resulta indiferente que lo hayan hecho por criterios morales como por simple y taimada autodefensa. Lo que cuenta es que todos nos hayamos vedado esta parcela, por más que en ocasiones se trate de historias notorias de amores u orgías que van de boca en boca. Entre tanto descrédito como aflige a los citados gremios es justo subrayar dicha salvedad. Y confiemos en que nunca afloren los licenciados Vidriera equipados con las obsesiones moralizantes de un Savonarola. ¡Peste!

A este respecto, y como prueba de cuán operativo resulta el aludido pacto, recuerdo que en los años ochenta, la década prodigiosa de vino y rosas a la luna de Valencia, unos colegas, entre bromas y veras, se aplicaron a la faena de pergeñar una crónica de las relaciones non sanctas que florecían en el incipiente marco de la Generalitat, incluyendo los staff de los partidos políticos. Alguien se fue del pico prematuramente, filtrado pelos y señales, y poco faltó para que ardiese Roma. Empezando por quienes, sin razón para ello, amenazaban con romperle la crisma a los gacetilleros por creerse protagonistas del relato; siguiendo por los que, en efecto, tenían razón, y terminando por el interés que mostró un inspector de policía por echarle un vistazo a esas páginas que nunca llegaron a redactarse, o eso se dijo. No se necesitaban más argumentos disuasorios para matar la tentación de husmear donde no se debe.

Resulta temerario pronosticar qué pasará en un futuro, vistos los desmanes mediáticos que propició el presidente Clinton con sus escarceos extramatrimoniales. Pero hoy por hoy y aquí, al amor de la liberalidad mediterránea, no hay visos de que se quiebre ese sano consenso. Por eso, ante el más leve indicio, se lanza agua y fuego desde todas las troneras.

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