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Independientes JOSEP M. VALLÈS

Josep Maria Vallès

Dos citas atribuidas a dirigentes socialistas en los días de precampaña me dan pie a un turno virtual por alusiones. El primer comentario es andaluz. Chaves señala que los jóvenes de hoy "recelan de las instituciones públicas, de los gobiernos, los parlamentos, los partidos, también de los políticos, porque nos consideran aburridos, burócratas que no resuelven sus problemas..." (EL PAÍS, 20 de febrero). El segundo comentario es catalán. Borrell -según la versión no desmentida del reportaje- critica "la política de fichajes de independientes que llevó a cabo su partido...: 'No podemos tener el partido para la infantería y luego los generales irlos a buscar fuera". (EL PAÍS, 19 de febrero).El presidente de la Junta andaluza recoge un sentimiento común: la preocupación por el alejamiento de los modos tradicionales de hacer política que manifiestan los jóvenes, y los no tan jóvenes. Los estudiosos del comportamiento político prueban con datos que este alejamiento no es un fenómeno circunstancial. No se limita a la democracia española ni se concentra en una generación. Es la expresión del creciente desencuentro que se da entre las formas de vivir, trabajar y relacionarse propias de las sociedades de hoy y unas formas de hacer política que se remontan a finales del siglo XIX, cuando se extendió la política de masas y se inventaron los partidos de corte socialdemócrata como instrumentos de agitación y movilización.

En el paso del siglo XX al siglo XXI, los datos disponibles manifiestan que la participación electoral se estanca o declina, que va a la baja la militancia en los partidos y en los sindicatos, que aumenta la desconfianza en muchas instituciones públicas y en la clase política profesional. En cambio, se incrementan los actos de participación no convencional, crece la movilización para atender a problemas sociales específicos, se rehúyen las identificaciones partidistas y se intensifica la intervención de colectivos diversos en la definición y gestión de las políticas públicas (Inglehart). Al mismo tiempo, nos anuncian que también en política termina el tiempo de la jerarquía y emerge el momento de la red (Castells): lo flexible frente a lo rígidamente estructurado, lo plural frente a lo monolítico, lo esporádico frente a lo permanente, lo singular frente a lo total. ¿Debe entenderse, pues, que el partido -como forma de encuadramiento- ha dejado de tener sentido? Incluso en Estados Unidos -cuyos partidos se han caracterizado por su gran flexibilidad doctrinal y organizativa- aumenta el número de ciudadanos que rechazan adscribirse a alguno de sus dos grandes partidos históricos y prefieren declararse independientes.

Pese a estos indicios, lo más probable es que los partidos tradicionales sigan desempeñando una función necesaria: para algunos sectores son referentes simbólicos potentes y actúan también como agencias de reclutamiento y formación de un personal político especializado que sigue siendo imprescindible. Calificar a un partido como capital simbólico y como instrumento de preparación de personal no es -como algún lector pueda sospechar- una minusvaloración. Cuando escasean referentes simbólicos y ejemplos personales vinculados a valores de solidaridad y de proyecto común, no conviene prescindir de los partidos democráticos que los promueven, aunque sea con fortuna desigual.

Pero estos partidos no cuentan ya ni contarán con el control casi monopolístico de otras tareas políticas. Ahí están desde hace tiempo los medios de comunicación y los grupos de interés. Y ahí están también otros colectivos, que exigen adhesiones menos incondicionales, que no pretenden dar respuesta global a todos los problemas y que ofrecen oportunidades de intervención "a la carta" a hombres y mujeres socializados en un mundo diferente al que en su día vio la aparición de los partidos.

Cuando se adopta la perspectiva del partido, tales ciudadanos pueden ser calificados de independientes. Esta independencia no los hace, ciertamente, ni mejores ni peores que los que optaron por la militancia partidista. Pero les diferencia de ellos la idea de que su compromiso cívico no ha de convertirse en un vínculo casi confesional ni en una dedicación exclusiva y prácticamente vitalicia a la política. Mucho menos conciben tal compromiso como una rutina semejante a la que se sujeta a la fiel "infantería" de un ejército, en la que -imagino- tampoco se sentirá feliz la mayoría de los militantes de cualquier partido. Los independientes, por tanto, no aspiran al grado de general, ni siquiera al de capitán, porque su visión de la participación política está muy alejada de lo que sugieren metáforas castrenses. Metáforas que serían preocupantes por obsoletas, si no fuera porque sabemos del lúcido esfuerzo de muchos dirigentes y militantes de partidos progresistas por responder a las exigencias de la política contemporánea.

Por lo demás, ha de quedar claro que esta independencia no equivale a neutralidad cuando se trata de eliminar de nuestra sociedad toda forma de exclusión y de hacer realidad la afirmación de derechos iguales para toda la ciudadanía. En la acción complementaria de independientes y militantes -desde las instituciones, desde las organizaciones sociales, desde la calle- se está construyendo lo que es una política de progreso para el siglo que comienza. Por fortuna, en el interior de los partidos de izquierdas y fuera de ellos va creciendo el número de quienes -en Cambrils, en Torroella, en Cerdanyola o en L'Hospitalet- están dispuestos a trabajar codo a codo, en igualdad de condiciones y en leal cooperación. Sin recelos ni suspicacias. No podría -ni debería- hacerse de otro modo, si somos conscientes de la inmensidad de la tarea que nos hemos propuesto y de lo mucho que nos queda todavía por hacer.

Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi.

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