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Tribuna
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Psicoanalista

Están dentro de nosotros y fuera, por todas partes. Ocupan por completo nuestra cabeza, y no sólo: yo las siento recorrer a veces mis brazos y mis piernas, subir y bajar por el abdomen, quedarse atascadas en algún rincón del cuerpo o aguardar con paciencia un momento mejor, inamovibles o simplemente leves, ubicuas, perfectamente reconocibles, perfectamente gráficas.Estamos tan escritos, tan formados, por dentro y por fuera, de palabras, que seríamos materia de una suerte de filología forense. Puedo imaginar a un lector especializado en cuerpos agachando su concentración sobre un cuello o un estómago, dirigiendo con precisión el bisturí de una pregunta, separando, con la perversa delicadeza de la ciencia, dos bordes de piel o de carne que abrieran el paso hasta una bisílaba enquistada que produce molestias o hasta una palabra llana y relajante o hasta una aguda segura de sí misma.Hay palabras larguísimas que se enredan en el pelo y obstruyen el pensamiento y otras palabras que fluyen tan campantes pantorrillas abajo, como si fueran ingenuas o llevaran una vida ordenada.

Fuera también. El aire está cargado de palabras, cualquier paisaje no es más que una composición sintáctica. Vamos pisando esdrújulas que alguien con buen criterio ha dejado caer en la calzada, tropezándonos con pronombres personales que no miran por dónde van, paseando entre frases amables como un mapa.

A veces, mirando al cielo, veo los millones de palabras que nos envuelven, que nos rodean, que nos sobrevuelan: suspendidas como polen, fugaces como estrellas, lentas como globos aerostáticos, prometedoras o distantes como aviones. Moriríamos de estruendo si pudiéramos oír, ahora, en este mismo instante, todas las palabras que están, vivas y ajenas a nuestra voluntad.

No son abstractas, las palabras invisibles que yo veo dentro y fuera de mi cuerpo, sino de estructura idéntica a la de todas las palabras: formadas por letras de alfabeto latino, en negro de tinta clásica, respetuosas de sus mayúsculas, de personal caligrafía. Son figuradas y figurativas. No hay lugar que no ocupe una palabra.

Hace unos cuantos años, el terror político trajo desde Argentina a Madrid a un gran número de exiliados. Como eran, en su mayoría, personas cultas y profesionales, no sufrieron un rechazo tan violento como el que sufren los desterrados baratos, pero sí se estableció un malévolo lugar común consistente en poner cara de cachondeo cada vez que alguno de los argentinos declaraba ser psicoanalista. Con los años, además, el psicoanálisis ha ido perdiendo fuelle, como si el argumento de su discurso no encontrara desenlace en tal nudo de palabras. O se ha pasado de moda. El caso es que hoy en día la figura del psicoanalista argentino ha perdido vigencia social, cuando menos.

Una íntima amiga, autora por cierto de un relato certero titulado Parole, me invita a cenar para presentarme a alguien a quien tiene ganas de que conozca. Una mujer muy especial que me iba a encantar, dijo. He de confesar que la perspectiva me inquietaba bastante, ya que se trataba, ni más ni menos y a estas alturas, de una psicoanalista argentina. Se dice pronto, pero reconozcamos que hay que echarle valor.

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Se lo eché y fui a la cita. Entonces me encontré con ese personaje mezcla de novelista y cirujano al que antes me referí como una suerte de filólogo forense. La materia de su discurso era, en realidad, el mundo encarnándose en palabras, o las palabras encarnándose en mundo. No hablamos, por supuesto, de psicoanálisis, en mi caso por desinterés y en el suyo, deduzco, por inteligente cortesía. Pero en su rica conversación, en su interminable sentido del humor, en el fantástico relato de sus aventuras, yo descubrí que la psicoanalista argentina era alguien para quien las palabras, quizá por afortunada deformación profesional, tenían la categoría sin severidad de las cosas importantes de la vida. Pensé en la capacidad redentora de las palabras, en su naturaleza lúdica, en el ejercicio del diálogo y la risa, en la relación indisoluble entre la mirada y las palabras: disfruté de las palabras, disfruté de una mirada que veía, como la mía, por todas partes palabras invisibles. Imaginé nuestros cuerpos y el mundo como un paradójico volumen de palabras no escritas. Y al contrario: el mundo y nuestros cuerpos como un libro sin páginas que en silencio se pudiera leer. Tiene su gracia que todo esto sucediera con una psicoanalista argentina, hoy en día, que hasta da corte decirlo.

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