La sombra de Buñuel en un Milán de Leonardo ENRIQUE VILA-MATAS
Llegué a la ciudad de Milán en un frío atardecer, el martes de la semana pasada. El tiempo era brumoso, gélido y muy húmedo. Un silencioso taxista me dejó a las puertas del hotel Cairoli, en la soledad de una callejuela de empedrado muy antiguo y que más bien parecía un pasadizo secreto, que hizo que me acordara, por primera vez durante el viaje, del señor Luis Buñuel, de aquel Buñuel que decía que adoraba las bibliotecas que se abren al silencio, las escaleras que desaparecen en las profundidades y, sobre todo, los pasadizos secretos.Nadie me esperaba hasta el día siguiente y di un paseo solitario por el centro de la ciudad; tras entrar en la nueva y luminosa librería Feltrinelli -primero estupor y después dolor de cabeza al ver que anunciaban a Lucía Etxebarria como "la nueva Almudena Grandes"-, decidí regresar felizmente al tiempo de Stendhal y escuchar el sonido de las ocho campanas del Duomo, perfectamente insonante. Cayó la noche y, con horario rigurosamente europeo, me retiré a descansar. A la mañana siguiente iba a descubrir que otro pasadizo secreto unía mi hotel con el Instituto Cervantes de la vía Dante, donde por la tarde me tocaba revivir, una vez más, la angustia de hablar en público.
Hablé en público esa tarde y dije que había estado ya otras veces en Milán, y que me había gustado mucho regresar a esa ciudad que me era algo familiar, y entonces -no sé muy bien cómo fue, volví a pensar en él- recordé a Buñuel, que decía que no experimentaba ninguna curiosidad por los países que no conocía y que, por el contrario, le gustaba volver a los sitios en los que había vivido y a los que le ataban los recuerdos.
A mí me ataba a Milán, entre otros, el recuerdo de un amigo que, hace años, en la estación central, y nada más llegar a ella, vio que partía un tren y sobre cada vagón había un letrero amarillo con las palabras "Milano-Lecce", y tuvo entonces una ensoñación: tomar ese tren que iba hacia el sur, viajar toda la noche, encontrarse en la mañana en la luz, la dulzura, la calma de una ciudad extrema.
A mí me ataba también a Milán el recuerdo de Mario Gervasoni, que partió hacia una ciudad extrema, y me ataba también el recuerdo de una breve incursión, en el año 1982, en la iglesia de Santa Maria delle Grazie, donde en precarias condiciones se conservaba -en la pared más húmeda y pegajosa de Milán- lo que quedaba, sombras nada más, de La última cena de Leonardo da Vinci. Como me gusta volver a los sitios a los que me atan los recuerdos de ciudades y personas extremas, pedí hora para poder visitar al día siguiente -ahora sólo puede hacerse con permiso oficial y en grupos de 25 personas, y se dispone sólo de 15 minutos para admirarla- la restauración de La última cena.
La afortunadamente nada portátil pintura de Leonardo, realizada hacia 1490, recoge el momento inmediato a las palabras de Cristo "uno de vosotros me entregará", palabras que chocan como ondas sonoras en los apóstoles, repercutiendo de uno en otro y determinando una gran variedad de ademanes, de actitudes y de movimientos, como si se tratara de la perfecta transposición figurativa del diagrama de una ley acústica, óptica y dinámica. Es, para la época, un estudio extraordinario de los movimientos corporales. Mientras observaba esos movimientos, me acordé de pronto -se había convertido ya en una sombra que me acompañaba en el viaje- de Buñuel y de su Viridiana, de esa secuencia de la cena de los mendigos que él convirtió en santa porque dispuso que sus pobres héroes posaran como en la pintura de Leonardo y que la republicana Lola Gaos se levantara las faldas.
Me reí al recordar que esa secuencia es clónica con respecto a la pintura milanesa de Leonardo, y me reí aún más al recordar unas palabras de Buñuel en Mi último suspiro: "Un joven correctamente vestido enrojece de timidez. Le pregunto qué enseña y me responde: 'La semiología de la imagen clónica'. Le hubiera asesinado". Me reí al salir de Santa Maria delle Grazie, andando por Corso Magenta con Iñaki Abad, que vive todo el año en Milán y añora Nápoles y me dijo que en la gélida y brumosa Milán nadie anda con su sombra. Salvo yo -pensé en decirle-, que ando con la sombra de Buñuel desde que llegué aquí, desde que llegué a esta ciudad extrema a la que me atan tantos recuerdos y a la que creo que he viajado sólo para rendir homenaje a Buñuel y a los recuerdos de Buñuel, y a los míos y a los recuerdos de esa ciudad extrema que un día conoceré.
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