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La demolición del orden jurídico

Hace ya muchas décadas, el ilustre Von Hippel, escarmentado por la dramática experiencia del nacionalsocialismo, lanzó su diagnóstico sobre la perversión del orden jurídico. La tragedia alemana demostraba que un partido esencialmente antidemocrático puede llegar al poder en virtud de los votos de quienes no creen en la democracia y desde allí transformar, sin ruptura formal alguna, el orden del Estado de Derecho en la dictadura del horror. El camino había sido inconscientemente preparado por quienes serían, doctrinal e incluso físicamente, las primeras víctimas del nacional-socialismo: los juristas ultraliberales que habían separado el derecho de la sociología, la moral y la economía para convertirlo en pura normatividad. La pureza dogmática y metódica se convirtió en vaciedad y el Mal, con grandes mayúsculas, ocupó el vacío así provocado.El problema no era nuevo, pero la fuerza de los hechos lo planteó con especial virulencia. ¿Debía la democracia liberal garantizar a sus enemigos las propias reglas del juego? Las famosas palabras de Rousseau sobre la religión civil, en la que nadie puede ser legítimamente obligado a creer, pero que todos pueden ser obligados a observar, cobraron nueva vigencia en pro de la fe en el Estado Democrático de Derecho que se transformó, a su vez, en "brazo secular de la libertad". Para la desnazificación primero, frente al comunismo, especialmente en Alemania, después y, como es propio de toda brazo secular al servicio de una fe, no faltaron los excesos de los que es buen testimonio la caza de brujas dirigida en los Estados Unidos por el senador Macarthy.

En nuestros días el péndulo ha pasado de un extremo a otro y si antaño se puso demasiado acento en la mera legalidad, incluso huera de valores y de sentido, hoy se insiste no menos en una legitimidad rayana en lo sectario. Y de la perversión del orden jurídico se pasa así, nada más y nada menos, que a su derribo. Esto es, la operación intelectual y política, doctrinal y práctica en virtud de la cual el Derecho deja de ser un espacio de común seguridad, merced a cuya imparcialidad y previsibilidad todos pueden acogerse, y se convierte en instrumento de discriminación en pro de quienes administran una legitimidad única y excluyente. ¿No sería prudente, tras gustar los amargos frutos de la perversión, frenar a tiempo los intentos de derribo?

La marea del nuevo "legitimismo" en virtud del cual determinados valores, absolutizados más allá de toda circunstancia histórica y, por ello mismo, hipertrofiados, se imponen frente a la legalidad existente, se nos acerca cada vez más. Si por ahora el fenómeno aparece en la escena internacional y comunitaria sería imprudente suponer que de ella no pasará al ámbito interno y si, hoy por hoy, parece jugar en una sola dirección no hay por qué excluir que, una vez aceptados los principios, su utilización resulte versátil, como versátil fue la utilidad de la pureza metódica de los kelsenianos.

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La trituración de la legalidad jurídico-internacional a manos de una determinada legitimidad se puso de relieve en la crisis de Kosovo. Allí se desenterró la tesis de la guerra justa y, en su virtud, se prescindió de la Carta de las Naciones Unidas y del propio derecho de la guerra -verbigracia bombardeo sobre objetivos civiles- para establecer el bien y la justicia -con el éxito, por cierto, que la experiencia está demostrando cada día-. Si todo se hizo por el derecho -sin duda el "Natural"- todo se hizo sin el derecho positivo. Porque éste condiciona, limita y, por ello, protege, y aquél todo lo permite a quien tiene la fuerza necesaria para invocarlo.

Pero en un ámbito tan cercano como el de la Comunidad Europea no dejan de apuntarse síntomas análogos aunque, felizmente, aun menos violentos. Primero la enfática afirmación de un pensamiento único en virtud del cual todo es posible. ¿Acaso no dijo el presidente Delors ante el euroescepticismo británico, que si la ciudadanía y el Gobierno de un país se muestran contrarios a su destino europeo, debe estarse dispuesto hasta provocar una crisis institucional? Después la reinterpretación del imperio de la ley, propio de una "comunidad de derecho" a la medida de lo que se estima políticamente necesario. ¿No se hizo eso a la hora de reinterpretar el referéndum danés sobre el Tratado de Maastricht para que éste pudiera entrar en vigor frente a la expresa disposición de los tratados fundacionales de la Comunidad?

La reciente crisis abierta por la formación del Gobierno de coalición en Austria es un paso en el mismo sentido: las posibles sanciones comunitarias a un Estado por violación grave y persistente de los derechos humanos y los principios de libertad y democracia consagrados en el artículo 6 TU, están sometidas a un procedimiento estricto detallado en el artículo 7 TU: propuesta de un tercio de países miembros o de la Comisión, previo dictamen del Parlamento Europeo y audiencia del Estado en cuestión; constatación de la violación por la unanimidad del Consejo -sin contar al Estado afectado- reunido a nivel de jefes de Estado y de Gobierno; decisión de dicho Consejo, por mayoría cualificada de la suspensión de ciertos derechos derivados del Tratado, incluso del de voto, ponderadas "las consecuencias para las personas físicas y jurídicas".

Es claro que nada de esto se ha tenido en cuenta. Ni se han constatado violaciones de derechos en Austria, donde la declaración del Gobierno de coalición no puede ser más correcta, ni ha habido propuesta, ni audiencia, ni decisión unánime ni imposición de sanciones. Nada de nada salvo declaraciones al margen de toda legalidad comunitaria de diferentes Gobiernos incluido el que ejerce la presidencia de la Unión.

¿Al margen de toda legalidad? No, más bien contra toda legalidad internacional puesto que la Carta de las Naciones Unidas prohíbe la intervención en los asuntos internos de un país miembro. Esto es, según la Asamblea General de las NU, que "ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho a intervenir directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro", por lo cual "no solamente la intervención armada, sino también cualesquiera otras formas de injerencia o de amenaza atentatoria a la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen, son violaciones del Derecho internacional"; quedando prohibidos, en concreto, el recurso a medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole para coaccionar a otro Estado. Es decir, exactamente lo que diferentes miembros de la Unión y los Estados Unidos están haciendo con Austria.

Es claro que pueden buscarse antecedentes y paralelos a este fenómeno de huida de la legalidad en nombre de una norma no positivada y nunca precisada. Retorno a un derecho natural prerracionalista, tesis Breznev de soberanía limitada que permite intervenir en los asuntos internos de un país cuando éste se aparta de lo que el hegemon considera ortodoxo, etcétera. ¡Lo que precisamente los Estados que hoy coaccionan a Austria condenaron no hace todavía diez años en la Carta de París! Pero lo que importa destacar es que el abandono de la seguridad jurídica que proporciona, en lo internacional como en lo interno, el respeto escrupuloso de la legalidad en pro de las concepciones que cada cual se hace de la justicia, es un inmenso paso atrás. Por eso lo que se está haciendo con Austria, con ser grave, excede mucho la insignificante suerte del señor Haider y el mismo caso austriaco. Nos afecta a todos. Y, con Mill, todos deberíamos temblar -cualquiera que sea la víctima de hoy- ante los justicieros que enarbolan, cada uno por su lado y al margen de toda institución y todo proceso, su respectiva concepción de lo que es bueno y justo... como si de un hacha de guerra se tratara.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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