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Sobre la pasión

MARTA SANTOS

Un amigo me riñe y me chincha porque me gusta Paco Ibáñez. Dice que no puede soportar "su aura de intelectual progre". Este amigo, por supuesto, vivió la década de los sesenta y ha quedado saturado de ese aire de izquierda exquisita y plasta que Tom Wolfe hizo picadillo en alguna de sus novelas. Si yo hubiese vivido tal fenómeno, quizá me habría pasado igual y ahora de mi boca saldrían, como insultos, palabras como "progres trasnochados", "intelectuales desde el púlpito", "horteras revolucionarios", etcétera. Debió de ser duro de roer ver a tanto melenudo junto predicando el amor libre como excusa para ponerle los cuernos a la parienta con el beneplácito de Ho Chi Ming. En general, debió de ser duro de roer ver a tanto predicador suelto, porque de eso es de lo que, intuyo, se trata. De largos discursos y eternas reuniones en que no se resolvía nada, y de ese espeso aire doctrinario en el que tus propios compañeros de célula te podían machacar vivo si usabas unos gallumbos de estilo burgués; uséase, limpios.

Pero de eso hace 30 años y el panorama que nos rodea a mí me resulta muy poco consolador. El pasado viernes 18, Paco Ibáñez actuó en Santurtzi y tuve el placer de ir a verle. Escucharle, después de tanta agua como ha caído, me produjo una gran, y un poco dolorosa, ternura. Pero este artículo no trata de ternura, sino de emociones mucho más contundentes. Es que cantar A galopar a berrido limpio tiene un curioso efecto depurativo para mis intoxicadas arterias; intoxicadas por tanto pensamiento único, por tanto pensamiento "blando" -y ponerle tal adjetivo al pensamiento ya es lo único que me quedaba por ver-, por tanta apatía y tanto "bah, deja, si total pa qué, colega"; esta frase que es el leitmotiv de la posmodernidad y que lo mismo se aplica al sindicalismo que al reloj despertador cuando da la hora de entusiasmarse. En definitiva, que estoy harta de que se haya perdido la pasión.

La pasión, no hay duda, está muy mal vista. Está mal visto defender, por ello, a personajes apasionados a los que yo defiendo simplemente porque lo eran: Pasolini, Durruti, aquel Paco Ibáñez que cantó en el Olympia cuando yo estaba naciendo y que tenía ese aire reconcentrado, puramente ibérico, del que tiene ganas de encender un mechero y quemarle la toca a una monja, pero no lo hace sino que, como decía Sciascia hablando de los sicilianos, "se corroe por dentro y sufre". Está mal visto defender a los estoicos joviales como Diógenes; hablar del pobre Sísifo y su condición de sujeto condenado a la peor de las condenas por ser apasionado y rebelde; está mal visto decir que te cae bien Anguita, porque hasta los votantes de su partido echan pestes de él por sectario y místico.

En este país, que una persona se suba a un púlpito y enarbole el dedo índice como si fuera un fusil Kalashnikov queda fatal porque nos trae aires de cuando era Mola el que se subía y enarbolaba todo lo que podía enarbolar. Me parece normal. Pero, tanto por suerte como por desgracia, aquellos dedos de rígido pensamiento ya están muertos y enterrados. Ahora lo que se lleva es lo light: para vestirlo, para comerlo y para pensarlo. Las discusiones se deben entonar como las entonaría Emilio Aragón; los libros se deben escribir como los escribiría Heidi -o mejor, Clara, que reventaría las ventas con la bonita obra Desde mi silla-; las canciones se deben cantar como las cantaban los personajes de Sonrisas y lágrimas, y las tragedias se deben vivir como se vivían en aquel libro de Edmundo d'Amicis, Corazón, que era un corazón que tenía de todo menos sangre.

Es terrible que para adoptar un aire tolerante y ser tolerado haya que sofocar todo aquello que nos exalta, yergue y apasiona. Todo aquello que, probablemente, nos dignifica. Todo aquello que justifica nuestras ideas, pensamientos y creencias no por la validez de su argumentación, sino por la calidad del alma que las sustenta. En definitiva, aquello que no es racional y que no se puede justificar con palabras, sino con besos, versos o gritos.

Pues sí, me gusta Paco Ibáñez y el pasado viernes fui a su concierto. No echo de menos haber vivido la ideología, la doctrina de aquella época. Pero sí añoro la sensación de estar pecando, la sensación de estar latiendo. Arrojar por la ventana esta algodonosa y sofocante envoltura de ahora, y poder recitar, sin miedo a nuestras propias pasiones, aquel poema en que Pasolini decía "sólo en la hoguera juego la carta del fuego".

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