Gobernar la globalización JOAQUÍN ESTEFANÍA
El hombre de Davos es un concepto que ha acuñado el politólogo Samuel Huntington para definir el arquetipo de la persona que acude una vez al año a la localidad de los Alpes suizos a discutir del capitalismo. Partidario de la globalización sin matices, norteamericano de nacimiento o de vocación, hagiógrafo de la nueva economía y de las tecnologías avanzadas, al hombre de Davos le ha aparecido un contraparadigma en Seattle, que ha vuelto a emerger la pasada semana en Bangkok, la capital tailandesa (donde empezó la última crisis financiera en el verano de 1997), en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad).El hombre de Seattle, más numeroso que el primero pero con mucho menos poder, es muy crítico de la globalización. Es cierto que en su seno conviven especímenes muy distintos: proteccionistas a ultranza, sindicalistas, globafóbicos, ecologistas y, sobre todo, disidentes de la forma en la que los que la impulsan, entienden la globalización. Los efectos de ésta son múltiples, como la lengua de Esopo: entre los positivos, la expansión del capital, que ha llegado a muchos países emergentes y ha aumentado el grado de bienestar de sus ciudadanos, aunque este bienestar no sea tan amplio como en el Primer Mundo. Entre los negativos, que ha distanciado a esas zonas emergentes de los países en vías de desarrollo, y ha potenciado la marginalidad de los países pobres (los que se denominan Países Pobres Fuertemente Endeudados), sin remedio a la vista. También entre los efectos negativos está el gigantesco crecimiento de la desigualdad en las rentas y en la riqueza. La época de la globalización se distinguirá como la era de las desigualdades más profundas. No sólo entre el Norte y el Sur, sino en el seno de las sociedades más ricas.
De lo que se trata entonces es de no confundir la parte con el todo. Es muy difícil estar contra la globalización pues es un fenómeno que forma parte de nuestro entorno. Es negar la realidad. Sin embargo, se debe ser muy crítico de sus consecuencias más nocivas. El problema está en gobernar la globalización, domesticar sus aspectos más salvajes. Entre las propuestas que se han hecho para ejercer ese control destacan dos: una muy concreta para la regulación de los movimientos de capitales (cuya amplitud y profundidad los convierten en la característica prioritaria del presente), a través de un impuesto, conocido como Tobin tax (en nombre de James Tobin, premio Nobel de Economía, que teorizó esta tasa). La Tobin tax no gusta en los ambientes de las organizaciones multilaterales ni de los Gobiernos, y está siendo impulsada a través de plataformas ciudadanas en muchos países. La segunda propuesta, más finalista, ha sido desarrollada por el ex presidente de la Comisión Europea Jacques Delors, y consiste en esencia en la creación de un Consejo de Seguridad Económica en el seno de la ONU (análogo al Consejo de Seguridad) que asegure la paz económica en el mundo ante las crisis sistémicas. Por ahora, sólo es una utopía.
La posibilidad de que aparezcan nuevas crisis sistémicas, por más que con la euforia actual parezca muy alejada, fue mencionada en la reunión de Bangkok por el hasta ahora director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Michel Camdessus. Sus palabras allí coincidieron con el artículo publicado por Camdessus en este periódico (véase EL PAÍS del pasado 16 de febrero), en el que mantenía que "por mucho que el FMI se esfuerce en sostener el crecimiento económico y la estabilidad financiera, aún es probable que ocurran crisis sistémicas". Y segundo, que existe una amenaza sistémica añadida: la que supone la pobreza. Lástima que sólo ahora, cuando se organizan las resistencias a la globalización ante el miedo de los ciudadanos a sus consecuencias más nefastas, las organizaciones multilaterales o los Gobiernos (recuérdense las palabras de Clinton en Davos) tengan en cuenta a los perdedores. El siguiente peldaño es pasar de la retórica a los hechos.
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