La confusión mayúscula
PEDRO UGARTE
Uno de los aspectos que más llaman la atención a los legos en Derecho es la profusión de mayúsculas con que se adornan los documentos jurídicos y administrativos. La visita a los boletines oficiales (tarea ardua que, sin embargo, diariamente cumplen muchos juristas en bufetes, oficinas y juzgados) revela una germánica querencia a la acuñación de nombres propios y al empleo de mayúsculas. Cualquier palabra vagamente revestida de aspecto oficial reclama su puesta de largo con vigorosos trazos tipográficos. La costumbre se va convirtiendo en una enfermedad. Las instituciones, las sociedades públicas, los organismos autónomos reclaman su mayúscula. Los conceptos jurídicos también lo hacen; los cargos, las disposiciones normativas, los órganos internos, todo se resuelve en una inflación de letras lapidarias.
La mayúscula es un nuevo modo de eufemismo. En general, los redactores jurídicos pretenden dignificar los conceptos que utilizan a base de esos gruesos bastones tipográficos, hasta el punto de ignorar las elementales reglas que el castellano marca a estos efectos y la nítida diferenciación entre nombre común y nombre propio. Por otra parte, los textos administrativos, ya farragosos en sí mismos, se entregan a la prolongación de los términos, en busca de una ingenua tecnificación que sólo sirve para encubrir la realidad.
Determinadas disposiciones autonómicas sobre tenencia de animales domésticos han alumbrado la curiosa expresión "animales de la especie canina", quizás bajo la presunción de que la palabra "perro" resulta excesivamente llana, demasiado vulgar y comprensible. Por otra parte, ya se ha convertido en tradición aludir a los enfermos como "usuarios de los servicios hospitalarios". Abundando en la materia: "escuela" es palabra inexistente en nuestro lenguaje oficial. Lo más parecido que encontramos al respecto es "centro escolar". Y, redondeando la jugada, escribamos Animales de la Especie Canina, Usuarios de los Servicios Hospitalarios o Centro Escolar y habremos encaminado definitivamente nuestra prosa hacia los recodos más intrincados de las fábulas de Kafka.
Se percibe una absurda necesidad de alejar el lenguaje de los conceptos reales. Uno no entiende la inexactitud de la palabra "enfermo", aunque quizás sí cierto pudor en escribirla. Evitarlo, sin embargo, no exime a la humanidad de una variada patología, que abarca del resfriado a la leucemia. Pero ¿qué pasa con la escuela? ¿Es acaso denigrante para una ambiciosa programación educativa aludir a su existencia? En cuanto a la recalificación de los perros en "animales de la especie canina", sencillamente, aturde a las mentes que aún creen en la honorabilidad de la lengua.
El circunloquio aspira a una mayor exactitud, cuando lo que consigue la mayoría de las veces es un ridículo aumento en la inversión de tinta necesaria para la expresión de cualquier idea sencilla. La sencillez, por otra parte, es virtud proscrita en la prosa oficial. Lo malo es que estos modos obran por contagio y se extienden como la peste. Los sindicatos, las multinacionales, las asociaciones sin ánimo de lucro, las organizaciones no gubernamentales, consideran de buen tono emular en sus documentos la empalagosa prosa oficial, su profusión de mayúsculas, sus fatigosos circunloquios, sus intrincados eufemismos. Quizás consideran que de ese modo dignifican los altos fines que marcan sus estatutos, cuando en realidad sólo demuestran cuánto reverencian las costumbres burocráticas de las instituciones.
La literatura se encuentra hoy en medio de una extraña paradoja: siendo la expresión más distinguida de la lengua, se ha convertido en refugio de esas palabras sencillas que utiliza la gente. Perro, enfermo, escuela, sí: palabras inmaculadas, diáfanas, exactas, en manos de los más esforzados elaboradores literarios y al mismo tiempo del pueblo llano. Porque lo que habita en medio es sobrecogedor: un discurso obtuso, intrincado, multiforme como un octópodo, donde los términos nunca aluden a la mera realidad.
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