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Los mundos de F. Clemente

ESPIDO FREIRE

Durante mi primera visita al museo Guggenheim de Bilbao hubo muchas cosas que me decepcionaron. Esperaba grandes cosas de un museo de arte contemporáneo recién inaugurado, más, sin duda, de las que humanamente podría ofrecer el Guggenheim, por muy moderno y muy revolucionario que fuera. Creo que esa desilusión fue, por distintos motivos, algo común a muchos de sus visitantes; después de aceptar, de mejor o peor grado, la extraña arquitectura plateada, después de descubrir sus méritos y de convertirlo en enseña y símbolo de la ciudad, se exigía mucho de sus obras de arte.

En pocos casos se trataba de arte convencional. Los cuadros anteriores a este siglo hablan de una reproducción fiel de la realidad, y esta, por muy horrible que sea, siempre tranquiliza. El arte que se aleja de lo figurativo desconcierta, inquieta. Despierta en el espectador la desagradable sensación de no estar entendiendo nada; si ese cuadro, si esa instalación ha logrado su lugar en un museo se debe, en teoría, a que esconde cierto mérito. Y no descubrirlo en cajas vacías o en habitaciones revueltas nos deja fuera del lenguaje artístico, fuera de una sensibilidad que está bien visto ostentar. A nadie le gusta que le tomen por tonto. Y, aparte, quedaba la cuestión de si aquellas obras contaban con más valor que su capacidad para sorprender, indignar o escandalizar.

Hace poco de ello, y sin embargo, parece que el museo hubiera formado parte de Bilbao toda la vida. Es curioso que el presente sea capaz de crear elementos que hayan estado ahí desde siempre. De aquella toma de contacto, sin embargo, hubo algo que me encantó sin peros: La habitación de la madre, de F. Clemente. Aquellas pinturas inmensas, a medio camino entre los lienzos y los frescos, que cubrían las paredes de toda una sala, no tenían nada que ver con lo que exponía en aquel momento. El trazo de Clemente poseía la furia precisa para la modernidad, pero también un profundo conocimiento de la simbología y del instinto humano. Como en una pesadilla largamente sufrida, las formas se retorcían, y los miedos y la fascinación instintiva hacia la mujer permeaba aquella habitación. Un pavor antropológico que revelaba que el autor escondía mucho más que un dibujante de raza.

Era la primera vez que escuchaba el nombre de Clemente, que más tarde se ha repetido una y otra vez. Autor italiano, joven aún, el vago exotismo de sus pinturas podría explicarse por su profunda vinculación a Oriente, a la India, sobre todo. Los últimos veinte años le han propulsado no sólo a la prosperidad, sino también a la fama, y parece haberse deshecho con bien de las dictaduras del éxito. Supe luego que era un compulsivo lector, especialmente de los poetas del siglo XX.

Aprovechando el interés actual en el arte italiano, el país estrella en Arco este año, el Museo Guggenheim expone una muestra amplia y significativa de Clemente. La primavera y la nueva luz no podrían casar mejor con el colorido de sus imágenes, vivas, rotundas, casi nunca serenas.

No he visto nunca, a nadie, pintar rosas como las de Clemente. Flores convertidas en manchones, rosas de un realismo absoluto pero que, a su vez, esconden algo más, una rosa en el interior de una rosa. Sensuales, y milimétricamente calculadas, desmienten el tópico del artista entregado única y ciegamente a la inspiración y a sus fuerzas. Frente a cada detalle sentimos que se nos esconde, se nos insinúa, se nos obliga a reflexionar mucho más de lo que se nos ofrece. Y lo que se nos ofrece es mucho. Un mundo propio, algo tan difícil de encontrar en todo tipo de artistas. Desprovisto de sentimentalismos, desnudo, en que las tijeras cortan vidas, como las de las Parcas, una vida que de nuevo entregarán las mujeres del cuadro siguiente.

Pero de nada sirve describir un cuadro. Es preciso presenciar aquellos poemas en óleo. Esta vez no habrá desilusiones.

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