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Ciutat Vella

J. J. PÉREZ BENLLOCH

Organizada por una sedicente Federación de Asociaciones de Vecinos y Ciudadanos se celebró el martes último una mesa redonda sobre los problemas de la seguridad ciudadana y el urbanismo en el centro histórico de Valencia. El acto tuvo lugar en la sede del Gremi de Fusters con la participación de una nutrida nómina de ponentes. No estaban todos los anunciados, pues algunos se descolgaron del cartel por obvias cautelas, como Miguel Domínguez, el concejal de Urbanismo, que estaba llamado a ejercer de Muro de las Lamentaciones. No obstante, todos los comparecientes estaban cualificados por su coraje y palmarés político. Por su singularidad, debe subrayarse la presencia del juez decano y la representación de la Jefatura Superior de Policía. Un elenco solvente, en definitiva, que el vecindario valoró llenando de gom a gom el recinto.

Como ya se adivina, el asunto a debatir excedía por su ambición y complejidad las limitaciones del trámite: intervenciones breves y los previstos acaloramientos del auditorio damnificado. No obstante, algunas conclusiones pudieron decantarse de las documentadas intervenciones del concejal socialista Rafael Rubio, que incidió en el parco índice de ejecución de los proyectos rehabilitadores, y del diputado popular, Ignacio Gil Lázaro, que glosó los progresos alcanzados en materia de seguridad. No obstante, la crítica, cuando no la queja y aún el quejido fueron la nota dominante de este encuentro. ¿Podía ser de otro modo, cuando el paisaje urbano del entorno era una escombrera y toda Ciutat Vella, a la postre, es un panorama desolado?

El corolario de lo allí dicho se resume en pocas palabras: la recuperación del centro histórico de la ciudad, y especialmente de sus cinco barrios más degradados, es el exponente de una escandalosa insensibilidad -por no hablar de hipocresía- e ineficiencia de los equipos que se han sucedido en el gobierno municipal. Ni tuvieron voluntad política para afrontar el desafío, ni sinceridad para dejarse de ficciones y no engañar al vecindario mediante los planes especiales de protección y reforma, que siguen sin cumplirse en porcentajes abrumadores. El impulso y los recursos materiales se destinan a otras zonas de mayor rendimiento político y brillantez. Ciutat Vella no pasa de ser un tópico en los discursos floridos de nuestras autoridades, sean corporativas o autonómicas.

Bochorno produce consignar la relación de incumplimientos urbanísticos, apenas maquillados por unas pocas intervenciones desarticuladas sin más propósitos que aliviar las conciencias y tomarle el pelo al personal. Baste decir, como prueba de la incompetencia o despego oficial que desde 1992, por citar la fecha de uno de los planes recuperadores, no han podido siquiera instrumentar una oficina de gestión única. No hablemos de la inepcia para interesar al capital privado, disciplinar el abandono de los solares y poner coto a la especulación. Con estos mimbres, ¿cómo se puede impedir la desesperación y el abatimiento de los vecinos, conscientes, al fin, de que son pocos, están mayores y ya no interesan -interesamos- como botón electoral? Esa es la madre del cordero y la razón última de nuestros males, junto al cinismo del gobierno.

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