El candidato que reescribió su propio guión
Al candidato le gustan las patatas fritas y el vino tinto. Apura el vaso, uno sólo antes de acostarse, y charla tranquilamente de su vida a sabiendas de que, sean cuales sean los recuerdos que invoque, después conseguirá dormir sin necesidad de pastillas, hasta donde el despertador decida. Abajo, en el portal de su casa de siempre -al candidato le gustan los socialistas que no cambian ni de piso, ni de coche, ni de compañera-, el guardaespaldas distrae la vigilia leyendo una edición barata de Hemingway a la luz de un flexo. Son más de las once de la noche cuando se agotan el vino y la conversación. Ya en el rellano de la escalera, después del apretón de manos y antes de que el ascensor llegue, el candidato tiene un gesto que no le viene de su niñez en los jesuitas de Bilbao, ni de su juventud en la Universidad de Deusto, ni de sus idiomas aprendidos en Inglaterra, Bélgica y Francia, ni de sus dos carreras, ni tampoco de sus nueve años de ministro. El candidato mira el reloj y de pronto le sale el sindicalista que ya fue antes de que Franco muriera: "¡Vaya horitas! Supongo que en tu periódico pagarán las horas extraordinarias...".Joaquín Almunia Amann nació con el guión medio escrito, pero apenas le echó un vistazo al mundo, decidió cambiarlo. Lo más curioso del asunto es que lo hizo sin estridencias, como si se tratara de lo más normal. Así fue: el pequeño Coqui -diminutivo de Joaquín- vio la luz en el nada revolucionario barrio de Las Arenas de Getxo, en el seno de una familia de clase media alta. Su padre, un ingeniero de Altos Hornos nacido en Valencia y apellido árabe; su madre, una mujer muy culta, hija de un médico judío de origen alemán. El abuelo del candidato, Isaac Amann, era un hombre emprendedor, polifacético, promotor -junto a dos socios vascos- del ferrocarril Bilbao-Getxo. El ahora candidato, al igual que sus dos hermanas, recibió una educación cristiana, como correspondía a las inquietudes de sus padres. Coqui estudió en el colegio de los jesuitas de Indautxu y después se graduó en Derecho y Económicas en la Universidad de Deusto, también de la Compañía de Jesús. Almunia se cayó pronto del caballo, pero a la inversa: a los 17 años dejó de creer, se convirtió en ateo. No obstante -y ésto no hace más que confirmar el carácter tranquilo del candidato-, no guarda resentimiento hacia los curas, mas al contrario. Lo recordaba la otra noche en su casa, delante del vino y las patatas fritas de paquete: "Un jesuita joven fue el que puso en mis manos por primera vez un ejemplar de Cuadernos para el Diálogo [la revista de encuentro de toda la oposición antifranquista]. La leí, me gustó y le pedí a mi padre que se suscribiera".
En La Comercial -la facultad de Deusto que entonces agrupaba las licenciaturas de Económicas y Derecho- regía la costumbre de colocar a los alumnos según su rendimiento. Coqui, que tenía más fama de listo que de empollón, ocupaba casi siempre el primer pupitre, en franca competencia con Luis Abril, ahora alto cargo del BSCH. Sólo había una mujer entre los 30 alumnos del curso. Y basta citar a algunos de los chavales de aquella promoción -Jesús María Gorordo, ex alcalde de Bilbao; Fernando Almansa, jefe de la Casa del Rey; Mario Conde, ex banquero- para darse cuenta de que Almunia siguió un camino distinto. El que peor le caía por aquel entonces -así es el destino- era precisamente Mario Conde, del que llegó a decir: "Era un pijo de cuidado, ya llevaba más gomina en el pelo que toda la clase junta". No quiere decir esto que Almunia sacara los pies del tiesto. Por fuera era uno más, zapatos finos y jersey por los hombros, la procesión iba por dentro. "Joaquín", recuerda un ex compañero, "nunca fue un estrecho. Y lo más curioso es que ni los años en el extranjero ni luego tanto tiempo de ministro le cambiaron el trato. Hace dos años", continúa, "celebramos en Santillana del Mar el 25 aniversario de haber terminado la carrera, a todos nos impresionó que siguiera igual, un tipo llano, más bien tímido, cordial".
Aún con el dictador vivo, a Joaquín Almunia no se le ocurre otra cosa que pedir una beca e irse a París para preparar en La Sorbona su tesis sobre Marx. Ya con el francés bien aprendido y con la cabeza llena de cine prohibido, regresa a España. Sólo se trata de una escala técnica. Nuevo destino: Londres. Friega platos, hace de conserje, aprende inglés. Otra escala técnica en Bilbao y por fin Bruselas. Si no fue allí donde le nació la conciencia, sí donde le puso nombre y apellidos. Mientras sus ex compañeros se debatían entre los dos mundos posibles para un licenciado en Deusto -el Bilbao o el Vizcaya-, él lo hacía entre el PSOE y la UGT. Al principio ganó el sindicato, porque Nicolás Redondo le pidió a Felipe González que le cediera algún economista joven, preparado, sabedor de lo que se estaba cociendo en Europa. "Conocí a Joaquín", recuerda Nicolás Redondo, "en Bruselas, debía ser el año 1975. Luego trabajamos juntos y más tarde -él ministro de Trabajo del Gobierno socialista y yo secretario general de la UGT- tuvimos nuestras diferencias. Pero lo que es verdad es verdad y debo decir que Almunia es un tío de fiar, un vasco adusto y serio, sin triquiñuelas, que dice las cosas como son; no es el prototipo de político profesional". Algo así piensa Manuel Chaves, el actual presidente de la Junta de Andalucía, que convivió con Almunia en la UGT y luego le sucedió al frente de Trabajo: "Joaquín es un político riguroso, de firmes convicciones, cuando toma una decisión hay que poner muchas horas y muchos argumentos sobre la mesa para hacerle cambiar de idea".
-Hasta mañana, Miguel, que descanses.
A punto están de dar las once, y Miguel, el hijo del candidato, se acerca a la biblioteca a dar las buenas noches a su padre. A Almunia -ese político duro, reservado, tímido, sin carisma- le brillan los ojos verdes. Casado con Milagros Candela, bióloga, socialista y feminista de toda la vida; padre de Miguel y de Cristina; buen hijo -se trajo a su padre a vivir con él a Madrid tras la muerte de su madre-, al candidato no le gusta que se le intuya el alma, las lágrimas que le traicionan a veces en público, la vez aquella que se desmayó en el Congreso después de varias noches sin dormir por un problema familiar. Su sueño es que se fíen de él y es quizás por eso -y por sus escasas dotes de actor- por lo que se niega a forzar el gesto, a buscar el aplauso. Prefiere el café al té, la música clásica a cualquier otra, leer a bailar, una conferencia a un mitin, el mus al ajedrez, abrir con su llave el portal de su casa a que se lo abra el escolta, las corbatas corrientes a las de Loewe. Intenta saber antes que preguntar, y ponerse rojo antes que amarillo. No hay cosa que más le haya hecho sufrir que la corrupción en el PSOE. Fue él -hace ya 10 años- quien quiso poner en su sitio a Alfonso Guerra: "El guerrismo no tiene patrón ni rumbo ni futuro". Sólo comparte con el ex vicepresidente su afición a los libros: "Si no fuera político me gustaría tener una librería con una trastienda para hacer tertulias". Tertulias como las de esta noche -desde su piso altísimo se ven diminutos los faros de los coches- donde el candidato viene a reconocer que sus asesores venderían su alma al diablo por una cucharadita de carisma, pero que él se siente bien así: "No voy a cambiar a los 51".
El día que dejó de ser ministro -lo fue de Trabajo y luego de Administraciones Públicas-, Joaquín Almunia salió andando del ministerio, sin escolta, acompañado de un amigo. Se paró en el café Gijón a tomar una cerveza y luego se fue a comprar ropa. "Y disfruté de dos cosas", se sincera, "de los amigos que lo siguieron siendo después de abandonar el poder, y del silencio de los que ya no volvieron a llamar porque yo, sin cartera, no les interesaba". Un error: "Haber sido ministro con 34 años, debería haberle dicho a Felipe que no". Una afición: "Dar clases". Una emoción: "Dos personas mayores que se siguen queriendo después de toda una vida juntos". Un desayuno: "Un café, y luego otro, y más tarde otro más". Una debilidad: "El tapeo, ¿no se me nota?". Algo que no soporta: "La violencia contra las mujeres". ¿Qué le hace reir?: "Un chiste bien contado, Woody Allen, la película Airbag". ¿Con qué asunto no jugará en la campaña?: "Con el terrorismo". Una asignatura pendiente: "Ser alcalde". Un mandamiento civil: "No robarás".
Joaquín Almunia sabe que no dispone del carisma de Felipe González, de la simpatía profesional de Javier Solana, de la brillantez de José Borrell, del dardo envenenado de Alfonso Guerra. Lo sabe, pero no le importa. Se fía de su formación sólida y de su ironía inagotable, el mejor flotador para las noches de temporal. Valga si no esta anécdota, referida en una de sus biografías autorizadas. Sucedió en 1983, cuando sólo tenía 35 años, unos meses después de ser nombrado ministro de Trabajo. A su despacho llegó el anónimo de un parado que decía: "Eres el hijo de puta más grande que hay sobre la tierra, jodido calvo". El ahora candidato leyó tranquilamente la carta a su jefe de Gabinete, Teófilo Serrano. Dejó pasar teatralmente unos segundos, levantó la vista y exclamó: "¡Me ha llamado calvo!".
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