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El sitio del corazón

Hace algunos años los universitarios más a disgusto con sus padres salían a la calle a tomar conciencia como quien se toma unas copas en los baretos de marcha durante el fin de semana, y alguno hubo, especie de Cristo perdido en el barrio del Cristo, que abandonó casa, posición y estudios para pringarse en las peonadas de la Ford como mozo de almacén, lo que retrasó en algunos cursos su integración en el departamento universitario de su pertenencia. Con la ingesta de conciencia ocurre como con la lectura de Nietzsche, que cansa y aburre cuando ya no se es joven debido a la grandilocuencia de sus espasmos de adolescente. Mientras tanto siguen apaleando moros ante nuestros ojos, África ya no es el continente de Lumumba sino un lugar excitante o espeluznante -según el touroperator de preferencia- donde fundirse en safaris la torna de las stock options o girar visita a los lugares del sida, Cuba está bien para disfrutar del fracaso de la revolución tropical entre polvo y polvo de mil duros por barba (después siempre se puede escribir un reportaje nublado por la aparatosa densidad de los Cohíba), y niños y mujeres sin graduación son brutalizados en todos los lugares de este mundo. Todo eso sigue pasando casi lo mismo que al decidir hace tanto tiempo que vivíamos una situación intolerable, y sucede que buena parte de las herramientas adquiridas en las intermitentes tomas de muestras de conciencia se resuelven en un precipitado de pócima en favor de los subasteros de siempre. La famosa parida de Albert Camus -"hay otros mundos, pero todos están en éste"- termina por hacer compatible el mundo o la ciudad o la calle o la casa o el baño o el bidé de uno mismo con la tropa de autoridades que capitanea el asalto, incluyendo la sonrisa rizada de la gran Ana Botella, en un desorbitado viaje tal vez secuestrado por el síndrome de Carpanta.Rumiaba yo estos días, amén de que por no volver a oír la canción La flaca daría lo que fuera, que nada sorprende más de la cultura valenciana que la excelente opinión que sus protagonistas tienen de sí mismos, cualquiera que sea el atributo de su verdadera actividad artística. Aquí hay poco lugar para el relativismo o para esa sensata modestia de alcurnia del que sabe que está haciendo algo de posible interés y no ignora que ese camino tal vez fue transitado antes por muchos otros que a lo mejor le sobrepasan, de modo que el que no se cree un genio todavía incomprendido, a la triste manera de un Joaquín Hinojosa, se considera un genio ya reconocido en las afueras, a la manera cupletista de un Carles Alberola. La discreción del artista que trabaja en su obra sin más ruido ni aquiescencia que la disonancia íntima que habrá de pertenecerle como el aire que respira es aquí tierra -por lo común, terruño apenas- incógnita, así que se produce una coexistencia no siempre pacífica que oscila entre la adicción al "porque yo lo valgo", respecto del mérito autoadjudicado, un tanto a la manera de los spots televisivos de cosmética, y el más racial "de dónde saca pa tanto como destaca", en relación con el éxito de los otros.

También pensaba -faena que es que me deja baldado, como es evidente en esta negra paginita, las raras veces que lo intento- que hay cierto número de indeterminaciones estéticas, esto es, vitales que en último término pasan a ser competencia de la autoridad competente. No hay, por tanto, de qué preocuparse, ya que más allá de cómo uno empiece siempre se puede terminar pintando, escribiendo, componiendo música a lo José Mari Cano, haciendo teatro o rodando algo que se parece lejanamente al cine a la mayor gloria de Eduardo Zaplana y su exultante equipo de asesores culturales. Lo que tiene la ventaja nada desdeñable de disponer de un cliente fijo mientras detente el mandato que le otorgan unos ciudadanos que, a partir de ese momento, serán también enardecidos en lo posible por el entusiasmo que la política campeona del más grande de los artistas suscita entre sus cada vez más numerosos empleados, sección artes decorativas. Algún día se dará con la caja negra de este vuelo estrafalario. Se acabaron los gitanos que iban por el monte solos, y también la muerte carece de cualidades y es lo más parecido a un ser profundamente inculto. El afán por gustar a los que mandan parece un impulso no perecedero, pero nada le asegura la pervivencia de la dignidad, ese engorro imprescindible y tan ligado a cualquier cosa susceptible de entenderse como arte. Sin ese requisito nada se ha hecho que merezca la fruición y el respeto -que viene a ser lo mismo- de una ciudadanía acaso más memoriosa de lo que el político y el artista apresurado pueden llegar siquiera a suponer.

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