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Reportaje:

Mano de obra para un horno de plástico a 500 pesetas la hora

Aunque el horno no está para bollos, es difícil que se desdeñe una mano que se ofrece. El calor encerrado en el plástico y que engorda a velocidad de vértigo las hortalizas, frutas y flores, no cesa. De hecho, en el horno de los invernaderos ejidenses nada cesa, ni el trabajo, ni las abejas. Desde que a Paco el Piloto (un mote adquirido por su afición a experimentar), Extensión Agraria le montó alrededor de 1962 una casa de plástico en sustitución de las cañas clavadas en el suelo y atadas entre sí para proteger las hortalizas del viento, en El Ejido y los pueblos colindantes todo ha sido crecer y sudar.Alrededor de las nueve de la mañana, un propietario miraba con atención a ver si sus trabajadores más silenciosos habían comenzado su jornada. Con gusto, acarició un minúsculo bulto en una mata de sandía y dijo: "Aquí ya han empezado". Las abejas habían comenzado a polinizar lo que ahora son pequeñas flores amarillas y en marzo serán frutos carnosos y refrescantes. Ahora no hay mucho trabajo en ese invernadero, pero en marzo alrededor de una decena de hombres se afanará en recoger en pocos días más de dos toneladas de sandías. Entonces comenzará la recolección en el infierno.

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Las frutas de verano, como la sandía y en menor medida el melón, se cultivan bajo una doble capa de plástico y en sus estadíos más delicados se les cubre con una especie de manta. Un mediodía de primavera o principios de verano se pueden superar los 50 grados centígrados entre los toldos. El secreto del éxito de El Ejido es que se obtienen cosechas cuando en otros sitios el frío lo arruina todo. Salvo en temporada, tan sólo las hortalizas de la orilla sur del Mediterráneo (especialmente las cultivadas en Marruecos) pueden competir en los mercados con las almerienses. El calor posibilita una doble o triple cosecha al año.

Unos metros más allá de las sandías en las que trabajan las abejas (alquiladas a 25.000 pesetas la colmena por un par de semanas de trabajo) crecen los pimientos, bajo 16.000 metros cuadrados de plástico. Allí la temperatura es bastante menor y corre una brisa mínima que entra por los laterales abiertos del invernadero. Allí, hasta el neófito tiene trabajo. En estos días de recolección y de piquetes, lo que tendrá que hacer durante las ocho horas de jornada será mirar por el rabillo del ojo por si vienen los piquetes y, principalmente, tirar de carretillo con cajas llenas de pimientos. Hay prisa. El pimiento verde tiene una alto precio que caerá si pasan los días y comienzan a aparecer rayas rojas en la hortaliza. Si eso ocurre quedará relegado al mercado español, menos exigente.

Los europeos con menos recursos se ocupan ahora de la mayoría de los trabajos, tras la huelga casi total de los magrebíes. Al ser nuevo, al lituano, albanés o rumano le toca el carretillo, la carga de matas secas o pequeños trabajos de reparación de fugas en los tubos de riego. Por el momento, los propietarios de los invernaderos prefieren no enseñar a los novatos y esperar a que todo se solucione y los magrebíes se encarguen de la recolección.

Hay trabajadores que llevan cerca de 10 años en el mismo invernadero y se han convertido en profesionales de cortar habichuelas, pepinos, calabacines verdes o amarillos. O lo más delicado, las flores, a las que no se puede acercar "nadie que no sepa", dice un agricultor.

Más lentos

Junto a los centroeuropeos, trabajan los subsaharianos. La mayoría llevan muchos años en la zona, principalmente en Roquetas de Mar, y cuentan con experiencia y jerarquía interna. "Son algo más lentos que los magrebíes, pero apenas hay problemas", asegura el capataz de una de las mayores explotaciones de El Ejido, en la que tiene a 40 trabajadores y tan sólo una decena de norteafricanos. En el trabajo no se vive exactamente en paz, ahora por el temor a los piquetes, pero también debido a la llegada de gente nueva, con nuevas costumbres. Las miradas se cruzan sobre las matas. Hay un trato de cortesía, pero flota el temor a perder el puesto: en El Ejido están acostumbrados a cambiar de brazos tantas veces como crean necesario.

Al poco de comenzar, se inicia el rosario de trabajadores hacia las botellonas de agua. A primera hora de la mañana el calor encerrado en el plástico se agradece, pero a medida que avanza el día, las fuerzas se van con el sudor. En muchas de las plantaciones, las matas están sembradas sobre una capa de tierra fértil cubierta por arena y un plástico, que cuece los pies del que trabaja encima. Cuando el calor es fuerte, se aprovecha la madrugada y se para a mediodía.

Cuando acaba la jornada los inmigrantes vuelven a los cortijos, que no son otra cosa que pequeñas casas, modestísimas, rodeadas por invernaderos y cerca de ningún sitio. Algunos las detestan, pero otros aprovechan que no pagan ni agua ni luz para ahorrar mientras dura su estancia en el extranjero. Según el modelo europeo, están lejos de considerarse un hogar. En muchos sitios el agua gratuita proviene de acuíferos con los que riegan las plantas, repletos de pesticidas y cada vez más salinizados.

El peón legal, el que sabe dar el corte al pepino por donde se debe, sin pisar el riego de goteo y sin arrancar la mata de cuajo, se lleva los mejores trabajos. Los ilegales, contratados en masa cuando el tiempo apremia, harán siempre lo más duro. Normalmente, el que no tiene papeles hace las labores más fatigosas por unas 4.500 pesetas la jornada. El dinero se suele pagar por mes, aunque los ilegales que trabajan los días clave cobran por semana. Y si no gusta el trabajo hecho, se va uno a casa con 900 duros en el bolsillo y la recomendación de que se busque la vida en otra parte.

Los agricultores están empezando a mirar con mejor cara a los trabajadores o muy oscuros o muy pálidos. Los centroeuropeos gustan porque alquilan apartamentos en el pueblo y hacen "una vida normal". Se alaba al marroquí que lleva años en la zona y ahora (no siempre ha sido así) se reniega de los que no tienen papeles.

Hoy por hoy, apenas hay problemas para que le contraten a uno si hay documentos y no se es marroquí. Los propietarios de los invernaderos lo dicen abiertamente. "Habrá un cambio de trabajadores, se traerán de Suramérica, de Europa o de donde sea, pero con los moros ya no hay más que problemas". Lo que pasa, según los propios agricultores, es que no quedan españoles que trabajen en un horno por algo más de 500 pesetas la hora. En El Ejido ya hay varios miles de magrebíes, muchísimos sin trabajo, y la perspectiva es que otros tantos se queden sin él.

El efecto de los plaguicidas

A. T Almería

Los productos plaguicidas, de uso generalizado en los invernaderos de la comarca almeriense de Poniente donde trabaja la mayoría de los inmigrantes, suponen un riesgo para la salud, según diversos estudios. "Algunos pesticidas como los organoclorados podrían influir en los estrógenos, lo que supondría una feminización del macho", explica Tesifón Parrón, jefe del Servicio de Salud en Almería.

Este extremo se ha demostrado con animales. Pero no se puede decir que ocurra lo mismo en los humanos.

Según Parrón, no se pueda afirmar que uno de los efectos directos de una exposición continuada a los plaguicidas sea, en el caso del varón, la pérdida de calidad del semen. Tampoco hay datos contundentes que relacionen a los pesticidas con la aparición de malformaciones.

Muchas de las intoxicaciones registradas son casos leves. Aún así, existe un margen de riesgo para la salud del trabajador que maneja con regularidad estos productos tóxicos, que se hace aún mayor si se ignoran unas mínimas condiciones de prevención.

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