El proyecto
No hay duda, vuelve Sartre (cada día vuelven más y más deprisa pero, afortunadamente, también se vuelven a ir con mayor rapidez). Lo digo porque las campañas electorales son, por definición, una época para tomar decisiones y para hacer proyectos, casi en el mismo sentido que defendía Sartre. Porque nos gusta más proyectar y decidir que la decisión tomada o el proyecto realiza-do. Desconfiamos siempre de lo que hemos elegido, pero disfrutamos mucho eligiendo. Y esto explica bastantes cosas que están pasando estos días.Por ejemplo, es típico de la temporada que algunas personas se sientan iluminadas por alguna verdad y decidan un nuevo proyecto, retirándose de la vida política o cambiándose de partido. En Valencia, una vez más, ocurre en estos días. Y más que ocurrirá. En general se van enfadadas, pero lo importante es que deciden irse, que realizan un proyecto. Nadie confía ya, viejo refrán, en sentarse a la puerta de la casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo. Todo menos quedarse sentado y menos a la puerta de casa, en la calle, esa nueva frontera militar entre el individuo y el grupo, donde te puede pasar por encima la kale borroka, el bakalao, la intolerancia xenófoba, un coche o los impuestos del Ayuntamiento dejándote, en cualquier caso, hecho unos zorros. Hay que moverse, decidir, ser un objetivo en movimiento. O caducar y fenecer.
Por las mismas razones no veo muy clara la estrategia popular de criticar la incoherencia de proyectos y programas en el pacto de la izquierda. No les falta razón, desde luego, porque resulta difícil saber que ocurriría con el AVE, la educación o las autonomías, por citar sólo los temas más conocidos. Pero algunos pueden ver pluralidad y diversidad donde otros sólo ven contradicciones. No sería difícil presentar ese pacto como el terreno de las máximas elecciones, porque elegirlo sólo sería el comienzo de un largo rosario de elecciones posteriores sobre ferrocarriles, educación, autonomías y un largo etcétera todavía por decidir. El pacto de la izquierda puede producir el efecto de un proyecto inacabado, sin cerrar, y eso tiene riesgos pero también atractivo, algo así como ir decidiendo sin llegar nunca a decidir.
Aunque a los populares les parece evidente que lo bueno es tener un programa sólido, cerrado y coherente, las cosas ya no son tan simples en la sociedad actual. En primer lugar, porque casi nadie confía mucho en los programas electorales. Pero, además, porque nos gusta que nos ofrezcan alternativas, múltiples alternativas, para que cada uno haga sus proyectos y tome sus decisiones.
Pero el mejor momento de cualquier proyecto es cuando se consigue escenificar, adjudicando papeles a cada alternativa. Por eso nos entusiasma tanto el debate televisado entre candidatos, porque consigue personalizar nuestras decisiones. Un debate entre Aznar y Almunia, un proyecto a dos; con Frutos, un proyecto a tres. En Valencia se plantea la posibilidad de un Camps-Ciscar, algo difícil de expresar, podría ser algo más que un proyecto, casi un delirio a dos.
No hay duda, vuelve Sartre. Y es ahora cuando me doy cuenta del profundo significado de aquella frase que repetían tanto los cursis de los años sesenta, aquello de que no se podía vivir sin proyecto.
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