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Próximo holocausto MIQUEL BARCELÓ

Empalizadas, alambres, metal puntiagudo, gas y, sobre todo, un orden, una rutina de exacta precisión en el transporte, en agrupar y concentrar para hacer la extinción de humanos efectiva. Y también la promiscuidad de los cadáveres en fosas y alguna carretilla que sale en un borde de la fotografía. Y mucha gente ajena, multitudes que nada vieron u oyeron. O quizá sí. Alguien tenía un primo lejano que era empleado en una estación y, en efecto, pasaban trenes a deshora. O aquel otro que de visita a una hermana que trabajaba en una estafeta de correos de provincia oyó a alguien comentar no sabía bien qué de algo que se decía. O quizá, mientras duró todo, era perceptible una ligera alteración, tremolante, del aire. Quién podría decirlo.Esta selección de imágenes resume adecuadamente la narración que puede hacerse sobre el holocausto, aquel enorme ejercicio de matanza de judíos ocurrido en Alemania a mediados del siglo pasado. Todo saber social del pasado se configura siempre en narración puesto que saber implica procedimientos rigurosos de simplificación y de selección. Para empezar, el bien y el mal es uno de los expedientes básicos utilizados para reducir la variabilidad infinita de singularidades. No debe extrañar, pues, que después de 60 años de juicios, de testimonios vivientes, de análisis, de imágenes archivadas y reproducidas, y de un voluminosísimo repertorio de estudios, el alcance de lo ocurrido y las causas que lo fraguaron no constituyan conocimientos estables y fácilmente resumibles. Y, más aún, que se pueda organizar una discusión sobre la misma secuencia narrativa, desde negar la existencia del holocausto a proponer una alteración tan sustancial de su tamaño que aun siendo todavía enorme la reducción propuesta tiña con luz engañosa la perspectiva. Sólo un millón y no seis, por ejemplo. La disminución que podría académicamente pasar por un refinamiento de cuantificación esconde un designio perverso elemental. Cuanto mayor sea el número de ejecutados menor es la posibilidad de presentar la matanza como un ajusticiamiento, como una mesurable retribución. Si se tratase sólo, pongamos, de 10.000 judíos podrían ser tenidos por culpables de algo socialmente reconocible. Pero la matanza de millones no tiene medida a la cual ser referida ni es imaginable afrenta que merezca tan monstruosa corrección. La discusión de las cifras es, pues, fundamental porque contienen uno de los mayores enigmas del holocausto.

Nada en la diáspora judía explica los campos de exterminio creados por los nazis. Sólo en la historia de la sociedad alemana deben buscarse las explicaciones. Hay, pues, una inmensa sima de incongruencia que los recursos historiográficos al uso -causas, efectos, antecedentes, resultados, proporciones de tamaños, escalas, etcétera- no pueden salvar. Tampoco judicialmente podían hallarse soluciones. ¿Cómo atribuir condenas precisas, años y un día o perpetuas a los autores de una matanza que no podía ser reducida a número alguno, a correspondencia tipificada? El holocausto fue producto de un artificio, de una monstruosa banalidad cuya explicación se remite siempre a algo simple y potente conocido como "antisemitismo", aparecido permanentemente en las narraciones posromanas de la Iglesia y de los estados. Nadie, sin embargo, de los que encadenaron estas narraciones sacralizadas de la autoridad - Iglesia y estados, vaya- reconocen sus voces.

El antisemitismo es, a la vez, algo permanente pero de origen inatribuible, para siempre errante en la historia europea, no sólo alemana, como un barco fantasma lleno de mal. El buque del mal. Yo no sé si es una argucia narrativa pero uno de los más inminentes efectos de así considerar el antisemitismo es sustraerlo de los contextos específicos en que se produjo y reprodujo, fuera de los cuales no existe. De esta manera, lo que sólo fue una práctica social y, por tanto, una conciencia específica es transformado en una ilustración periódica, memorable, del mal humano, de una condición de género. Pero como es real, y el designio nazi de exterminio judío tan evidente, se hace una componenda para entenderlo. Y ésta es consabida: todo fue una aberración extrema de algo innato que debe ser contenido. Pero nadie sabe cómo modificar de forma sostenida una conciencia que coincide siempre con la práctica del mal. El holocausto es percibido así equívocamente como un repunte horroroso de la permanente presencia histórica del mal. Hubo otras extinciones reconocidas. Pero la mayoría de ellas -la de los indios americanos, por ejemplo- tienen forma histórica de conquista, resultado de dominios y sumisiones de mecánica reconocible. Y aunque nadie diga nunca cómo debería haber sido una conquista de América diferente a la que hubo, este paso a la modernidad con religión verdadera y lengua universal incluida, todo el asunto es reducido a la aceptación vergonzosa de que hubo excesos de matarife. En cambio, no son evidentes los motivos que indujeron a concentrar judíos y matarlos en Alemania. Deben, pues, ser usados con cautela los términos que describen fragmentariamente el espanto aquel. Sólo fueron nazis aquellos que lo fueron y pudieron socialmente producir los exterminios. Todo aquello no puede ser reducido a la descripción de un ejercicio de intolerancia, fanatismo o embrutecimiento humano. Hacerlo es tomar el nombre del nazismo en vano. Justamente porque ocurrió en una fase concreta del pasado de la especie, el holocausto en sentido estricto, como episodio, es irrepetible. Hasta el próximo.

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