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¡Agua va!

Buena la han armado la Confederación Hidrográfica del Júcar, la empresa suministradora Aguas de Valencia y el Ayuntamiento al dejar durante día y medio sin agua al millón largo de habitantes del cap i casal. Claro que será preciso depurar responsabilidades y que, cuando todos miran para otro lado y le echan la culpa al vecino, habrá que ir pensando en la incompetencia acumulada de todos a la vez. Parecían niños acusando a su hermano y diciendo aquello de "yo no he sido". Muchos comentaristas han subrayado la avidez paleocapitalista de la empresa que, al parecer, acumuló reservas insuficientes de agua para aumentar sus beneficios; otros se han cebado en la imprevisión de la CHJ, la cual no supo garantizar suministros del Turia cuando fallan los del Júcar; algunos, en fin, no dejan de preguntarse por qué el Ayuntamiento fue incapaz de avisar anticipadamente a los ciudadanos de la interrupción de un servicio tan fundamental (dicen que la noticia salió por televisión: se ve que al Ayuntamiento sólo le parecen ciudadanos los que andan colgados de la pantalla).Pero el affaire del agua trasciende con mucho las molestias que los habitantes de Valencia tuvimos que soportar los pasados 3 y 4 de febrero. Quien se quedó enjabonado en la ducha y tuvo todo el día un molesto escozor de jabón mal frotado con una toalla en el cuerpo, ya lo ha olvidado. Quien lavó los cacharros con agua mineral, ahora cuenta la anécdota como una broma más en la tertulia.

Hasta quien se ha cargado la lavadora, porque de repente se cortó el agua, se resigna, sabedor de que en este país los consumidores tienen bastante crudo eso de reclamar. Mas a pesar de esta cómoda resignación colectiva, no hay duda de que el corte de agua del otro día constituye un aviso para navegantes. Por un lado, son muchas las localidades valencianas que están amenazadas de sufrir un episodio similar; por otro, se ha puesto de relieve la inestabilidad esencial de la vida moderna.

Hace bien poco se prorrogaba la vigencia de un modelo turístico que en veinte años acabará con los pocos espacios sin edificar que quedan en el litoral valenciano. El desastre medioambiental está servido, la culminación del dislate estético iniciado en los años sesenta es inevitable. De acuerdo, es inútil predicar en el desierto porque nadie se va a impresionar. Pero es que del desierto se trata. Hablemos de dinero, el argumento universal. ¿Qué pasará cuando todos esos apartamentos y hoteles se queden repentinamente sin agua o, en el mejor de los casos, cuando la que sale del grifo sea salada? ¿Qué será de Dénia, de Jávea, de Benidorm o de Torrevieja cuando el valor de las viviendas se hunda y, lo que es peor, los negocios y los puestos de trabajo se volatilicen, porque la costa tiene sed? ¿De dónde sacaremos el agua? ¿Tendrá que venir Moisés de la vecina Terra Mítica para hacer brotar el agua de la roca?

Más peliaguda es la cuestión de la fragilidad de nuestra civilización. De repente, algo tan esencial como el agua falla, y nos quedamos desorientados y menesterosos. ¿Qué hacer? Todos los diarios han publicado fotos de mujeres -tenían que ser ellas- que ni cortas ni perezosas se apresuraron a llenar cubos en las pocas fuentes públicas que quedan. Pero la mayoría de la gente se quedó parada. Como cuando se va la luz y la vida se interrumpe porque todo, desde el trabajo con el ordenador o con el minipimer hasta la diversión con la tele o con el compact, resulta imposible. Si acaso, lo único que se les ocurrió fue llamar por el móvil, cuando lo que pedía el sentido común era comprar un botijo. El desastre del otro día igualó vidas y haciendas; afectó por igual a ricos y a pobres, a viejos y a jóvenes. Sin embargo, no se sabe de ninguna comunidad de vecinos que se organizase, de ningun barrio o manzana que tomase medidas colectivas. La crisis no aumentó la solidaridad, sólo generó una estupefacción previa a la huida hacia adelante. Recién inaugurado el milenio, nos dicen que todo funciona perfectamente, pero cuando no, advertimos hasta qué punto estamos solos y el sistema se burla de nosotros.

La salida a este desaguisado es previsible. Conforme el agua vaya escaseando, los ayuntamientos valencianos se verán forzados a encarecerla y a contratar el servicio con compañías más gravosas. Ya está ocurriendo en EE UU, sobre todo en el Oeste y en el Medio Oeste, así que por estos pagos más vale que nos vayamos preparando. El litro de agua mineral ya es casi tan caro como el de leche o el de vino, pero pronto lo será el de agua del grifo también. Los fregaplatos gastan mucha agua, las lavadoras gastan mucha agua, la ducha -diaria en España- supone un consumo enorme de agua. No es seguro que con los futuros precios nos podamos permitir estos lujos, al menos, no todos los ciudadanos. Los más desfavorecidos, como ya ocurre en muchos ghetos negros de EE UU, como no ha dejado nunca de suceder en el Tercer Mundo, sentirán que tirar de la cadena es costoso y emplear aquellos electrodomésticos, imposible. No faltarán ideólogos que lo justifiquen: si no todos tenemos el mismo coche, vestimos los mismos trajes, ni respiramos el mismo aire, ¿por qué habíamos de tener la misma agua o la misma corriente eléctrica? Tanto tienes, tanto vales. Así que a fines del año 2100 puede que algunos pasen sus vacaciones en Marte, puede que los hijos de algunos se encarguen del diseño en un laboratorio de biología molecular, pero lo que es seguro es que para muchos otros vuelve el tiempo del "¡agua va!". Más vale que sus abuelos les vayan explicando el significado de la expresión de marras.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.angel.lopez@uv.es

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