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Tribuna
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Necesidad y virtud

Josep Ramoneda

Los tiempos de la política son muy peculiares. A menudo, los acuerdos difíciles -aquéllos que, aparentemente, requerirían largos procesos de aproximación- sólo se consiguen bajo la presión del calendario. El PSOE e IU llevan años como vecinos -al menos teóricamente, viven ambos en la calle de la izquierda- irreconciliables. Se han dicho de todo. Los segundos se han esmerado en los piropos que han dedicado a los primeros: criminales, ladrones, traidores y otros cariños parecidos. Pero, de pronto, aparece la necesidad. La urgencia de transformarla en virtud hace que se suspendan los rencores hasta nueva orden. Es verdad que en política y negocios no hay enemigo con el que no se puede llegar a pactar un día. Pero los rencores censurados pueden aflorar tras el primer desencuentro.Las dos partes vivían en estado de necesidad. El PSOE se encaminaba hacia otra derrota dulce y estos caramelos la primera vez consuelan, pero a la tercera o cuarta ya sólo se atragantan. IU seguía con marcial firmeza su marcha imparable hacia la marginación, un viaje por el que ha trabajado con ejemplar tenacidad desde que, en los albores de la transición, Carrillo descubrió que España no era Italia y que la hegemonía de la izquierda era para los socialistas. Pero la marginación política también requiere intendencia. E IU iba directo a no poder siquiera pagar la luz a sus profesionalizadas almas bellas.

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De perdidos al río. Ante la presión de la necesidad -en su propia casa se hacían quinielas para después de la derrota-, Joaquín Almunia dio un giro a la izquierda que, indudablemente, es una novedad. Almunia conseguía varios objetivos a la vez. Tomaba la iniciativa política, desplazando la campaña hacia el debate derecha-izquierda. Afirmaba su personalidad como dirigente político con una iniciativa que rompía manifiestamente con el felipismo, del que se le consideraba deudor. Devolvía la tensión política a la campaña provocando cierta movilización de la izquierda e introduciendo un factor de incertidumbre. Y, si IU aceptaba, conseguía, en cierto modo, blanquear al partido de las lacras de la corrupción y el GAL, sin haber hecho la renovación generacional, en la medida en que se aliaba con el ariete que abría la marcha de las acusaciones políticas.

Entre las necesidades de uno y de otro, el mar ha acercado las dos orillas. No es fácil provocar un cambio de cultura política como el que la apuesta de Almunia exige. En Francia hay una larga tradición de unión de la izquierda favorecida por el sistema electoral: la segunda vuelta obliga a los que no consiguen plaza para la final a optar, con lo cual derecha e izquierda están condenadas a agruparse. Aquí el PSOE llegó al poder mirando al centro y esperando que IU acabara suicidándose. E IU vivía completamente ajena a cualquier cultura política de gobierno. Lo suyo era palabra, palabra, palabra. Puede sorprender que Almunia les alargue la mano cuando más cerca del suicidio estaban. Pero la razón política se ofusca ante una buena encuesta y sobre una de ellas construyó Almunia su propuesta.

Puesta en marcha la jugada, ahora ya no hay lugar para la derrota dulce. De nada le servirá la virtud si no resuelve su necesidad. Si gana, Almunia habrá llevado la izquierda al Gobierno; si pierde, se le acusará de haber resucitado a un muerto del que el PSOE aspiraba a conseguir el trasplante de algunos órganos. Pero Almunia no podía aspirar a ganar sin correr algún riesgo. Es lo que ha hecho.

Como es obvio -aunque Aznar parezca sorprenderse de ello-, Almunia aspira a gobernar. Pero, si no queremos ir avanzando hacia el entierro de la democracia, es necesario preguntar: gobernar ¿para qué? ¿Hay razones ahora para que la alianza con IU, que el PSOE descartó siempre, sea más que una cuestión de cálculos electorales? La respuesta debería estar en el programa. Un programa que se justificaría con un objetivo prioritario: repartir mejor el crecimiento económico. Y empezar a liberar la política de su sumisión al dinero.

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