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Homenaje y clamor

A. R. ALMODÓVAR

Era el segundo año que la imagen de Andalucía mucho se jugaba en la fiesta mayor de los Goya. La pasada edición nos tocó un buen premio, aunque indirecto, con La niña de tus ojos, aquella sátira demoledora de Fernando Trueba, que nos vino a redimir del brebaje carpetovetónico de la españolada, con una escena para la antología del humor (recuerden, Penélope Cruz cantando La piconera, sólo que en severísimo alemán. Insuperable). Y un andaluz ejemplarmente aprendido por la actriz para la ocasión.Este año ha sido de pleno derecho. Cinco goyas al mérito en solitario de Solas. Al riesgo incalculable de Antonio Pérez, a las prodigiosas intuiciones de Benito Zambrano, que, con esa pinta de camionero autónomo, ha sabido extraer de la tierra albariza lebrijana un sabor insospechado, a lágrima seca, a honestidad sin límites. Cine pobre por fuera y rico por dentro. No podía ser de otro modo, sin ayudas oficiales de Andalucía (algo, sí, del Ministerio de Cultura), sin más medios en realidad que el talento y la convicción. Que vayan aprendiendo los que dicen que por aquí no hay. ¿No hay qué? ¿Guionistas, directores, actores? Lo que no habrá es otra cosa. Y de las que sobran, mejor no hablemos. Tanta superfigura como nos han importado, a enseñarnos, dicen. Todavía no sabemos qué.

Pero hoy es día de júbilo y no vamos a perder el tiempo en criticar políticas desvariadas. Me van a permitir, en cambio, que me recree en la glosa del mérito personal, ya que la fortuna me hizo testigo en varios casos. Testigo del viento y la marea, del sacrificio y del aprendizaje. Los de Carlos Álvarez, con quien he compartido tantas cosas que ya no caben. Maravillosos institutos de pueblo en tiempos históricos, pequeñas heroicidades políticas, huelgas, encierros, primicias democráticas. Y hasta un papel, breve pero honroso, de los que escribí en la adaptación de un cuento popular, El príncipe encantado, cuando en Canal Sur se podían cometer diabluras como ésa por cuatro perras. Los de María Galiana, compartiendo con ella otros institutos de barrio profundo, otras aventuras televisivas (La princesa que nunca se reía); sus mil angustias anónimas para poder compaginar las clases de historia con los rodajes, el trato de adolescentes con el tiempo interior que necesita toda creatividad. Y siempre multiplicando el otro tiempo, el del reloj implacable, hasta la extenuación. Los de Antonio Dechent (el médico de Solas), que de mi mano subió por primera vez a un escenario, cuando aún era casi un niño, para un entremés de Cervantes. Qué gusto da todo eso hoy.

Hoy pido comprensión para estas expansiones, para estas debilidades. Es por la suerte que tuve de tratar a personas de tan alta valía. Pues con ellos, y con otros muchos como ellos, a quienes hoy también se rinde homenaje, comprendí lo que era apostar por las cosas difíciles. Créanme que hace falta mucha energía moral. Un instinto rabioso hacia la luz, como el que ellos tienen. Un temple de hierro bajo esa piel de animalito acorralado, como el que desempeña María Galiana en su película, y que en Andalucía han de desarrollar, todavía, los verdaderos artistas. Y éstos lo son, ya lo van viendo. Y muchos más que hay, ya lo verán.

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