Radicales
IMANOL ZUBERO
Se ha convertido en su carta de presentación preelectoral y será el eje estructurante de su campaña en el País Vasco: Lizarra es la radicalidad, todo lo que salga de Lizarra se asentará en la radicalidad y por ello fracasará, ya que lo que la sociedad vasca demanda es moderación. Lo que nació como opinión del Partido Popular expresada con rotundidad por Mayor Oreja ha acabado por formar parte del ruido político que distorsiona la comunicación en el País Vasco. Lo que empezó como un análisis se ha convertido, a fuerza de repetirlo, en un soniquete. ¿Es Lizarra la radicalidad? Ciertamente, es una forma de radicalidad: aquella que consiste en tomar una parte por el todo. Pero, ¿no es igualmente radical el ministro Mayor Oreja? La actuación idolátrica del PP, apropiándose indebidamente de símbolos y valores que son de todos, construyendo nuevos fetiches políticos, usando el nombre de Ermua en vano, ¿no es todo esto propio de ese comportamiento radical tan repudiado por los populares? El PP es un partido radical. Constituye una de las posiciones extremas en el escenario político vasco, contrapesada por el radicalismo contrario de HB. Y constituye la única posición extrema en el conjunto de España, sin nadie que mantenga una posición contraria igualmente radical. Su orgulloso aislamiento político, cada vez más palpable, es buena muestra de ello. Ahora acumula albarda radical sobre albarda radical con apelaciones al espantajo social-comunista y discursos monetaristas que, sin duda, habrán hecho que Aznar quede como "uno de los nuestros" ante los filibusteros globales reunidos en Davos.
En unas declaraciones recientes al diario Abc insistía Mayor Oreja en los fundamentos de su simplista catón político: ETA ya ha fracasado y todo lo que haga será un fracaso; si no actúa, porque transmitirá una imagen de debilidad; si actúa, porque generará contradicciones y enfrentamientos en el seno del nacionalismo. Todo ello aliñado con una peculiar concepción del conflicto social: hablar de determinadas cuestiones es malo porque introduce crispación en la sociedad; es decir, no hables de eso que me crispas, pero aguanta tu crispación si no hablamos de eso. El PP se ha enrocado en una política de judo que, ciertamente, le está saliendo muy bien, no tanto por su habilidad cuanto por la obstinada estulticia del adversario. Así pues, le basta con sentarse a la puerta de su casa para ver pasar, tarde o temprano, el cadáver (político) de su enemigo. El desaire al lehendakari protagonizado por Carlos Iturgaiz, vulgar remedo de la no menos vulgar ocurrencia de Miguel Sanz, no es sino indicador de ese radicalismo. Es probable que sus protagonistas se consideren un ejemplo de dignidad y responsabilidad: la autocomplacencia no conoce límites. Habrá quien los jalee con entusiasmo: la incapacidad para el diálogo y el acuerdo no es patrimonio de nadie. Si creen que es así como se construye una sociedad democrática y tolerante se equivocan totalmente. Con las instituciones democráticas no se juega. Ni siquiera cuando pensamos que otros lo hacen. Mantener incondicionalmente esta postura es la única posibilidad de desenmascarar a aquellos que acostumbran jugar contra las instituciones democráticas.
Si es cierto que el País Vasco real no cabe en Lizarra, menos aún cabe en el proyecto y la práctica política del PP. El PP no ha conseguido presentar una propuesta de convivencia para todos los vascos. Parecen contentarse con ser el partido-refugio para una parte de la ciudadanía vasca que se siente, muchas veces con razón, acosada por el nacionalismo. Por cierto, el hecho de que haya tanta gente que busca refugio en este otro radicalismo es una interpelación que debería hacer reflexionar al nacionalismo democrático sobre el precio que está pagando por la paz... con la libertad y la seguridad de otros.
Los dirigentes populares pueden contentarse con arañar algún voto más con el fin de consolidarse como el segundo partido en el País Vasco, pero esto no basta para hacer la política que necesita nuestra sociedad.
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