Davos, a la sombra de Seattle
Davos es una extraordinaria operación de relaciones públicas del gran capitalismo mundial, protagonizada obviamente por las multinacionales norteamericanas y conducida, con mano segura desde hace 30 años, por Klaus Schwab, su fundador y presidente. La dominación económica de la realidad contemporánea -con Estados Unidos en su centro- y los vientos de la mundialización que la acompañan han conferido al Foro de Davos una centralidad mediática que lo ha convertido en el primer club empresarial del planeta y en cita imperativa para quienes se califican a sí mismos de decisores globales. De alto coste, desde luego: 12.500 dólares (unos dos millones de pesetas) de cotización de cada miembro, y 6.250 del precio de inscripción en cada reunión anual. Por lo demás, la Fundación del Foro Económico Mundial, según cuenta con nombres y apellidos el diario The Washington Post, recompensa las contribuciones que recibe otorgando a los donantes más generosos las presidencias de las sesiones más importantes.El encuentro de este año cuenta con la presencia de más de mil líderes económicos, de más de trescientos responsables políticos, de un número considerable de personalidades de lo que mal se llama la sociedad civil y cerca de setecientos periodistas. Con una abrumadora presencia de América del Norte. Organizada en 9 sesiones plenarias y 55 temáticas, divididas en paneles sobre economía, administración y tecnología de los negocios, cultura, medio ambiente, ciencia y medicina, cuestiones globales y grandes áreas regionales, su propósito proclamado es el de contribuir a la reflexión global, gracias a los debates que en las mismas se producen y, sobre todo, a las propuestas de los Grupos de Gobernadores, formados por los más altos directivos de las grandes empresas que en él participan.
Los inspiradores de Davos se apuntan en el haber importantes logros públicos, que de existir se sabrían. Pues no cabe atribuirle ni publicaciones notables ni propuestas o iniciativas relevantes, sólo el ser la gran vitrina europea y mundial de la economía norteamericana. Vitrina contestada con virulencia por sectores de opinión cada vez más numerosos y significativos. Entre ellos, el director del Harper's Magazine, Lewis Lapham, que acaba de publicar La montaña de las vanidades, en clara alusión a La montaña mágica, de Thomas Mann, cuya acción transcurre en el mismo lugar, y donde lanza, basándose en su experiencia de participante en el foro de los años 1998 y 1999, una denuncia frontal sobre la total esterilidad del show de Davos. Lo que no ha impedido que este año aparezca de nuevo por allí un abultado contingente de jefes de Estado y de Gobierno -se esperan más de treinta, y entre ellos, Bill Clinton y Tony Blair- y algunos de los más conspicuos triunfadores del mundo de los negocios -Stephen Case, George Soros y Bill Gates son los más citados-. ¿A qué vienen? No a reflexionar ni a proponer, sino a crear y a reforzar lazos personales y corporativos, y a participar en la ceremonia de la autocelebración de lo bien que van las cosas. Sobre todo para los privilegiados -países y personas-. Para los demás se ha previsto el consuelo de unas 15 ONG y de algunos contestarios oficiales de lujo. Bajo el título de Nuevos Comienzos, en este Davos de 2000 se han programado como platos fuertes la cibereconomía y las perspectivas de crecimiento continuo de bolsas y bienes; y como coartada, la lucha contra las desigualdades. Porque la sombra de Seattle es alargada. Tanto, que se ha recurrido al Ejército suizo para que proteja a los foristas de las huestes alborotadoras y para que el presidente Clinton pueda esquiar sin que le estropeen las pistas. A pesar de lo cual, allí están hoy José Bove y otros portadores de las utopías inmediatas afirmando que cabe otra mundialización y otros usos del mercado y reclamando que se ponga coto al proceso oligopolizador y a la mercantilización de la vida. Frente a estos foros simples instrumentos del poder, urge que alumbremos de una vez la sociedad civil mundial. Desde la teoría y para la acción.
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