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Hoy empieza todo

No es, como ya saben quienes la han visto, una película al uso. Aunque, afortunadamente, Hoy empieza todo, la última producción del francés Bertrand Tavernier, no constituye una excepción dentro del cine europeo, como lo atestiguan, entre otros, algunos de los filmes, temáticamente emparentados con éste, del británico Ken Loach. La trama argumental es simple: los problemas cotidianos a los que se enfrenta un director de un colegio de primaria en una pequeña ciudad norteña de Francia. Una población que antes vivía de la minería y que ahora se ve azotada por el paro, con la consiguiente precariedad económica de muchas familias, insuficientemente asistidas por un Estado de bienestar que no llega a todos los que lo necesitan. Ello hace que el maestro de escuela -un trasunto del yerno de Tavernier- se vea obligado a actuar más a menudo como un asistente social que como un educador. La película refleja -tiernamente, sin estridencias ni trampas- una dura realidad social de nuestro tiempo, pero no se limita a dar testimonio sino que persigue, ante todo, provocar en el espectador una reflexión sobre esa misma realidad y los modos de enfrentarla.Una de las reflexiones que a mi parecer resumen mejor la cuestión planteada en el filme, la formula el personaje de la maestra de más edad, que ha vivido otras épocas, y que cuenta a la cámara una realidad tan sencilla como ésta: "Antes tenía 45 alumnos por clase, pero eran disciplinados y llegaban puntuales y limpios, y eso que había pobreza. Ahora tengo 30 alumnos por clase, pero la disciplina ha desaparecido, llegan tarde y van sucios". Descuidados y, cabría añadir, en algunos casos mal alimentados. "¿Qué puedo darles?", se pregunta la vieja maestra, la más afectada por el drama humano que estalla a mitad de la película. Y se responde a sí misma: "Pues sólo algo de lo que más falta les hace: afecto".

Ni la pregunta, ni su respuesta, son baladíes. Plantean una de las cuestiones esenciales a las que se enfrenta nuestra sociedad posindustrial: qué (y cómo) podemos enseñar a nuestros hijos, en una escuela donde se ponen de manifiesto problemas como la desestructuración familiar, la violencia, el alcoholismo y, por encima de todo, la incomunicación. Unos hijos que pasan muchas horas ante la televisión, que no leen, que no hablan apenas con sus padres, y que en consecuencia no saben formular sus problemas ni sus necesidades, hasta el caso extremo de un niño que no puede siquiera hablar. Esto nos debería hacer reflexionar sobre uno de los grandes temas que están detrás de la película, que no es otro que la responsabilidad de los padres: respecto a la educación de sus hijos, ante todo, pero también respecto a su relación con el Estado de bienestar (como ha recordado Tony Blair en Gran Bretaña, y ha levantado unas críticas demasiado fáciles de una cierta izquierda que no quiere ver la necesidad imperiosa de hacer una reflexión sobre la familia desde posiciones progresistas).

De hecho, el núcleo del problema reside en los cambios sustanciales sufridos por dos de los puntales básicos sobre los que se sustentaba la sociedad industrial: la familia y el trabajo. Dos mundos que, aunque pudieran llegar (y llegaban) a ser opresivos y opresores, procuraban amenudo la cohesión y la solidaridad y que, al desaparecer en su forma clásica, han dejado tras de sí un enorme vacío, muy difícil a veces de llenar a pesar de los esfuerzos de los asistentes sociales y de los maestros. La familia -cuyo pasado Tavernier no idealiza, puesto que los problemas de comunicación también los tiene el maestro con su padre, un minero retirado- se ha modificado y ha dado lugar a nuevas formas, que han tenido sin duda su positivo efecto liberador, pero que han podido acentuar también la soledad y la indefensión de los individuos. Por lo que respecta a la cultura del trabajo, tan bien explicada por José Luis López Bulla en sus memorias -en mi opinión, uno de los libros más importantes publicados en Cataluña en los últimos años-, servía de elemento aglutinador, daba identidad a una población a menudo desplazada de su lugar de origen ("mi padre es de la Seat"), y constituía una auténtica escuela ("mis universidades", escribió M. Gorki) donde uno aprendía a ser al mismo tiempo libre y solidario, responsable y reivindicativo.

De esta cultura del trabajo subsiste en la película -como ya lo hacía en una reciente película británica, Tocando al viento- una banda de música, con instrumentos de viento, que acompaña la fiesta multicolor con la que se cierra esperanzadoramente el filme. Nuevas formas de asociacionismo y de socialización deberán sustituir a las antiguas, en un mundo que es sustancialmente distinto al que heredamos de nuestros padres, en el que habrá cada día más inmigrantes procedentes de otras culturas, del que han desaparecido muchas antiguas certezas -empezando por la de tener trabajo-, pero en el que debemos asegurarnos que esos viejos valores -la libertad, la igualdad y la solidaridad- sigan tan presentes como en todo el filme de Tavernier. Porque, en definitiva, quizá sea verdad que hoy empieza todo.

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