Trabajar, mata
Más de mil quinientos muertos al año. Cuatro al día de media. Por encima de un millón y medio de accidentes laborales anuales: unas cifras estadísticas funestas, sangrantemente elocuentes, aterradoras, de auténtico, de verdadero escalofrío.Los españoles, a los que desde siglos se nos ha considerado como a gentes que nunca se han destacado por el gusto de trabajar, nos matamos ahora trabajando. Mueren demasiados en la carretera los fines de semana, y muchos de los que sobreviven a esa carrera mortal de los sábados y los domingos toman la salida hacia otra carrera tanto o más mortífera que aquella el lunes por la mañana en su puesto de trabajo. En consecuencia, en España el trabajo es más que nunca una celebración cruenta. Y entre los partícipes en ese rito sacrificial diario unos son más víctimas propiciatorias que otros: los que se ven en la tesitura de tener que aceptar determinados oficios y determinadas condiciones laborales si no quieren alinearse en las interminables y dilatorias colas de los parados en las oficinas del Inem. Por eso, paradójicamente, aquí nadie se ha tomado en serio rebajar a 35 las horas semanales de trabajo. En cambio, los franceses, que andan siempre por la vida, es decir, por la historia, presumiendo de être à l'avantgarde ya han estrenado el experimento. No sabemos cuáles son los datos numéricos de los siniestros -qué bien cuadra aquí esta palabra- que se producen en el mundo del trabajo en Francia. Pero por lo que a nosotros respecta, las fuentes estadísticas propias desvelan que los naturales de cualquier otro país de la Europa del euro no nos van precisamente a la zaga en esto. Entre todos los países miembros de la UE España encabeza la marcha -fúnebre, es evidente- hacia la muerte en el trabajo. A la hora de la lucha, de las mil y una peripecias cotidianas por la supervivencia, caen en el hoyo, se inmolan más españoles en el altar del trabajo que otros nacionales de los Quince.
Pero no se vaya a creer que es porque estamos hechos de una pasta distinta para el trabajo y que por eso somos más dados a perecer en él. Que se trata de uno más de los rasgos definitorios de nuestro carácter. No es eso. Es verdad que en otras épocas los españoles hemos sido despreciativos con la muerte, probablemente por un exceso desmedido de pasión por la vida. Pero si admitimos que nunca nos hemos matado a trabajar también habrá que estar de acuerdo en que no nos maten como moscas por hacerlo ahora. Luego si te cuentan que caen tantos tendremos que atribuirlo a otra cosa.
Lo que se viene a decir al denunciar semejante mortandad en el puesto de trabajo es que al español ya no lo matan los desvaríos genéticos de los ancestros que corren por sus venas sino las inadmisibles, las penosas condiciones de trabajo. Ya se sabe que en España nunca ha habido escrúpulos sobre esta cuestión. Aquí siempre hemos trabajado de cualquier manera porque lo que en el fondo importaba era que se rindiera lo pactado, y a veces incluso más de lo pactado, a costa de lo que fuera. Hoy, en muchos sitios en nuestro país, cuando se trabaja se tiene el pensamiento y el gesto atravesados porque se trabaja por una remuneración y en un ambiente rayanos en la degradación esclavista y con unas perspectivas de futuro tan inciertas que todo eso junto es capaz de desincentivar, de desalentar y de trastornar a cualquiera.
Así que no son de extrañar tantos muertos y tantos accidentes en el trabajo. Ellos son, más que nada, un testimonio; un dedo acusador frente al que no cabe réplica posible. Han estado algún tiempo en el punto de mira de los francotiradores del empleo en condiciones precarias y han sido los blancos predilectos de esa lacra. El objeto de una gangrena social que se está nutriendo de la incuria, la indiferencia, la desidia y el menosprecio cuasi generalizados hacia el que realiza un trabajo por cuenta ajena.
Miguel Terrés Hernández es profesor de Lengua Castellana y Literatura de Secundaria, y jefe de estudios en el IES nº 1 Libertas de Torrevieja.
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