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Las palomas BENJAMÍN PRADO

Hay gente que alimenta a las palomas y hay gente que se las come. Los que les echan alpiste y migas de pan en las plazas nos parecen buenas personas y los que se las fríen en una sartén nos parecen bárbaros: quizá devorar una paloma es una salvajada y zamparse una codorniz es un gesto de distinción por el mismo motivo que despellejar a una serpiente para hacerse unos zapatos es terrible y degollar a un cordero, una vaca o un pollo para meterlos dentro de un bocadillo es nada más que necesario. Hay gente que se reúne con las palomas en las plazas, las acaricia y les pone nombre; pero también hay quien las vende a clubes privados para que sean usadas en el tiro a pichón y quien las convierte en pienso para animales; incluso hubo, no hace demasiado, quienes las usaban para alimentar a los mendigos de los albergues.

Hay quienes aman a las palomas y quienes las detestan; quienes disfrutan viéndolas sobrevolar las fuentes o caminando entre sus bellas desbandadas y quienes odian el ruido acuático de sus zureos, su aleteo tal vez un poco fúnebre, el modo en que destrozan los tejados y las azoteas, manchan las estatuas públicas, los coches aparcados, la ropa tendida. Probablemente, las palomas provocan sentimientos antagónicos porque son aves contradictorias, son pájaros voraces y pendencieros que se han transformado en el símbolo de la paz y de la libertad; son sucios e indolentes pero se les atribuye una pureza extraordinaria; son promiscuos como conejos y, a la vez, un emblema de todo lo que es cándido, virginal, decente. Son, también, un complemento indispensable de la ciudad y uno de sus problemas.

Las autoridades empiezan a luchar sin tregua contra las palomas, preocupadas por la superpoblación de su especie, que es un mal alentado por los buenos de esta historia, los que les ponen comida y hacen que se reproduzcan a una velocidad tres veces superior a la normal, y por las consecuencias que puede provocar esa superpoblación: hacinamiento, mugre, contagio de virus o gérmenes que se pueden transmitir al hombre, daños aviares y zoonóticos como la clamidiasis, que produce una enfermedad parecida a la pulmonía. Pero ¿se puede vencer a un animal casi mitológico, a un ser que parece estar menos cerca de las gallinas que de los centauros o los tritones, más emparentado con los unicornios que con las cacatúas?

El Ayuntamiento tiene varias jaulas para atrapar palomas, instaladas en algunos puntos de la ciudad. Una de ellas está en la azotea de un ambulatorio de la Seguridad Social, en la calle de Bravo Murillo. Las jaulas atraen a las palomas emitiendo un silbido mecánico y soltando pequeñas dosis de maíz y trigo. Cuando han sido cazadas, los veterinarios las analizan, comprueban su estado de salud y su edad. A algunas las sueltan de nuevo. A otras las llevan a la perrera municipal y las sacrifican con anhídrido carbónico, en una especie de cámara de gas. Y hay otro grupo al que trasladan a otra parte del país, actualmente a Galicia. Me pregunto cómo será ese trabajo: conduces una furgoneta o un camión cargado con jaulas llenas de palomas; vas descontándole kilómetros a la autopista mientras las escuchas, moviéndose a tu espalda; después, paras a comer en un restaurante de carretera y mientras masticas tu almuerzo no dejas de pensar en esos pájaros de tu camión; finalmente, abres las jaulas junto a un acantilado o en un bosque y ves cómo huyen, cómo se incorporan a ese cielo limpio y extraño. Pero de vuelta a la ciudad, las palomas muertas o deportadas han sido rápidamente sustituidas por otras y los veterinarios, una vez más, no se explican qué mecanismo regula ese fenómeno de repoblación automática, pero el caso es que así es como sucede: si te libras del diez por ciento de las aves, ellas se reproducen un diez por ciento más. Otras llegan a Madrid desde la sierra, escapando de la nieve y del frío. La gente les sigue arrojando comida y, a veces, alrededor de los mercados, les dan desperdicios que inducen a las ratas a salir del subsuelo. Hay edificios abandonados que colonizan las palomas. Cuando abres la puerta ves a cientos de ellos y entonces producen un gran temor. Entonces no te hacen pensar en la libertad, sino en la muerte. Qué animales tan extraños, las palomas.

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