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Tribuna
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Un paréntesis de 574 días

¿Pueden borrarse con un brochazo salvaje 574 días de relativa esperanza? ETA lo ha intentado. Se corre el riesgo de que los hierros retorcidos y los cristales rotos por las explosiones que mataron, en junio de 1998, en Rentería, al concejal del PP Manuel Zamarreño, y ayer en Madrid, al teniente coronel Pedro Antonio Blanco, trituren todo lo ocurrido entre esas dos fechas. La paz precaria e imperfecta de los últimos 19 meses ha sido sustituida por la vieja película en blanco y negro de los 350 meses anteriores: la del olor a pólvora, el dolor mal reprimido y las sobadas palabras de condena o disculpa.Es posible que el cumplimiento, a la tercera, del anuncio criminal de ETA haya conmocionado más debajo del Ebro que en el País Vasco. Y no porque el coche bomba haya estallado en Madrid, sino porque la sociedad vasca se había colocado ya el chubasquero. La ilusionada revelación de la paz de septiembre de 1998 se había ido convirtiendo en Euskadi en un voluntarioso ejercicio de la virtud de la esperanza con la persistencia de la violencia callejera y las coacciones. Y desde el 28 de noviembre la sociedad vasca sabía que vivía en el tiempo de descuento. Pero que estuviera preparada para lo que intuía inevitable desde el anuncio de la ruptura de la tregua no significa que esté resignada a soportar una inmersión en el pasado.

Es verdad que las circunstancias han cambiado en estos dos años y que en algunos aspectos los vascos están más desarmados que antes. El Pacto de Ajuria Enea era entonces una referencia y marcaba una separación nítida respecto a la violencia que tras el Acuerdo de Lizarra se ha diluido. La excedencia que se tomó ETA en su principal ocupación excusó el requerimiento del desmarque previo de la violencia para la colaboración política entre las fuerzas nacionalistas y alimentó en este tiempo una geometría de la equidistancia que ya no tiene sentido. Posiblemente, tampoco en este ámbito sea posible una completa vuelta atrás, por más que la brutal contundencia de ETA borre las ambigüedades.

Hay otro aspecto, sin embargo, en el que la sociedad vasca es más fuerte. El alejamiento temporal de ETA de la escena ha permitido a los ciudadanos vascos comprobar que el terrorismo no constituye la consecuencia inevitable de un "conflicto histórico", sino un mecanismo de coacción que se ejerce fundamentalmente contra ellos mismos y trasciende los motivos concretos por los que se activó en los sesenta. Al permitir que los vascos paladearan esta paz a prueba, la organización terrorista ha quemado cualquier coartada creíble para retomar las armas. Cuando se ha experimentado que es posible vivir en el País Vasco sin la amenaza de la muerte, que sin ETA se potencia el efecto Guggenheim, crece más la economía y mejora una ya elevada calidad de vida, se hace más difícil aceptar resignadamente la condena que representa su existencia.

En lo político, la reanudación de los atentados -por inercia, por autismo, por instinto- ha dinamitado la base sobre la que se construyó el Pacto de Lizarra, la gran baza política que cobró ETA con la finta de la tregua. De hecho, ya hirió de muerte a Lizarra con su comunicado del 28 de noviembre, pese a las proclamas sobre la irreversibilidad de un "proceso" desnudo ya de adjetivos: no podía ser de paz cuando se amenazaba con la guerra y se negaba, por estética, que fuera de "construcción nacional". Los partidos firmantes han querido seguir pedaleando en la bicicleta de Lizarra hasta más allá de sus límites, como se vio en la esquizofrénica manifestación del 15 de enero en Bilbao, con el bloque del PNV, EA e IU queriendo parar in extremis a ETA, y el de EH coreándola. Unos y otros tuvieron que reconocer ayer que pedaleaban en el aire desde que ETA les quitó las ruedas.

Quizá sea cierto que el planteamiento de una Euskal Herria diseñada como ente político fuera de la historia y de la voluntad de sus habitantes requiera la violencia para su improbable plasmación. Su ejercicio, sin embargo, supone un impedimento radical para la colaboración entre las fuerzas nacionalistas. Por mucho que el PNV y EA se escoren y adopten el guión político de HB-ETA, la violencia se erige en un obstáculo insalvable.

Quizá sea cierto igualmente que los vascos están políticamente más divididos, más confundidos, que antes de la tregua. Pero, como en otras ocasiones, la irrupción criminal de ETA ha hecho aflorar sobre las diferencias el sentido humano de la repugnancia ante la sangre derramada.

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