Árbitros y arbitrarios
Un siglo después de su consagración como espectáculo, el fútbol ha descubierto la microcirugía, la fibra óptica y la ingeniería financiera, pero no ha logrado sintetizar el más necesario de los avances: la vacuna contra la incompetencia arbitral. Conviene reconocer algunos hallazgos saludables, por ejemplo el cambio del fúnebre atavío de los árbitros preconciliares por los chispeantes uniformes que hoy conocemos. La serie de utilidades de la nueva boutique de la International Board es abrumadora: además de servir para la elaboración de un imprescindible ranking de horteras del gremio, la variedad nos ha permitido detectar el sospechoso gusto de algunos de ellos por el color fucsia.Esta innovación no alcanza a compensar, sin embargo, el violento desbarajuste semanal. Ni el renovado sistema de puntuación en la Liga ni el advenimiento del cuarto árbitro -ese tipo quisquilloso que se pasa la vida discutiéndole un centímetro cuadrado a los entrenadores hipertensos- nos han evitado el sentimiento de confusión. ¿Cómo es posible que, a base de aceptar que cada cual robe su minuto, el espectáculo se reduzca a dos medias horas mal contadas? ¿Cómo es que dejan sin castigo la reiteración en las faltas y favorecen sistemáticamente al infractor? ¿Cómo pueden equivocarse tanto en la sanción del fuera de fuego?
Según sabemos hoy, para señalar correctamente el viejo offside bastan cinco segundos, tres cámaras de televisión y un ordenador portátil. Su interpretación incorrecta es un error que induce una grave injusticia, pero la primera de las omisiones señaladas, la sustracción del tiempo de juego, representa sencillamente un fraude. Ya sabemos que el espectador no está autorizado a exigir que el partido sea bueno o que su equipo gane, pero sí a imponer su derecho a aburrirse con dignidad; o sea, a reclamar que los artistas actúen durante noventa minutos exactos. ¿Es difícil conseguir un estricto respeto del tiempo reglamentario? No, en absoluto: como en el baloncesto, bastaría con la incorporación del cronometraje electrónico. Si cada segundo perdido fuera compensado con un segundo añadido el fraude desaparecería por falta de móvil.
Pero además el expolio suele ir precedido por el atropello: para ganar tiempo, el defraudador recurre sistemáticamente a la coz, ya sea en su modalidad rural de patada pescuecera, ya sea en la variante modernista de falta táctica. Poco importa que la International Board recomiende la protección del fútbol de ataque: consumada la agresión el juego se interrumpe, el camorrista aprovecha el barullo para reordenar su equipo, y la víctima sufre el correctivo de volver a empezar. Nos preguntamos si, desde la séptima falta en adelante y tarjetas al margen, el equipo perjudicado no debería disponer de un tiro libre desde el lugar de la medialuna que prefiriese. Sin duda, los contras aducirán que nuestros ídolos se pasarían la tarde yendo de área a área, pero sería preferible ver el perfil de pistolero de Djalminha, Hasselbaink, Tsartas o Guerrero que aguantar la arrogante retirada de los matones de servicio con sus pechugas infladas, sus brazos en jarras y sus inconfundibles trotes de percherón.
Quizá cambien con el tiempo, pero hoy por hoy los árbitros dejan actuar. Apuntan como alguaciles, aletean como cisnes, declaman como pregoneros, y a veces miran, desafiantes, por si el herido se queja y hay que rematarlo con alguna tarjeta roja.
Algunos son discretos, honrados y competentes, pero los otros, con sus canillas bordadas y sus ternos fosforescentes, merecerían un lugar en el jardín.
Son la viva estampa de una buganvilla.
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