Las causas de un incendio AGUSTÍ FANCELLI
Echarse las manos a la cabeza y proclamar indignados que seis años después no conocemos los motivos por los que el Liceo ardió resulta estéril. Las causas están claras y nadie las ha puesto en entredicho, ni durante el proceso de instrucción ni durante la vista del juicio. La causa primera es un residuo incandescente provocado por una soldadura con ánodos que se estaba realizando en la parte superior del telón de acero fijo para conseguir su estanquidad: fue pues, paradójicamente, una medida de seguridad o, dicho con mayor precisión, un parcheo en la precaria seguridad de un local público que nadaba en un océano de normativas vulneradas lo que condujo al desastre.No hay duda de que el fuego empezó en la parte alta de la boca de escenario y a partir de ahí se propagó incontroladamente y con extrema rapidez por toda la sala. Si ese corpúsculo, que salió despedido a 2.500 o 3.000 grados de temperatura de la soldadora, se coló por el resquicio entre los dos telones de seguridad, el fijo y el móvil, en una caída libre de 11 metros para luego prender la guardamalleta, como sostiene el peritaje policial entregado a los tribunales, o bien se coló por los intersticios de unas planchas ensambladas con remaches hacia la buhardilla situada por encima del arco de proscenio, lugar en que habría de encontrar una variada gama de yescas prestas a arder -vigas de madera, cañizo, etcétera-, según la hipótesis del catedrático de Ingeniería Química de la Universidad de Barcelona José Costa en un informe pedido por la defensa del consorcio del teatro, es un debate que aporta sólo algunos detalles sobre cómo se producen las combustiones con soldadura eléctrica en general y cómo podría haberse producido la del Liceo en particular, pero en la opinión pública no tiene la menor trascendencia .
Tanto Emilio Zegrí, abogado defensor de José María Folch, en principio más favorable a la tesis universitaria, como el fiscal, Víctor Alegret, más proclive a aceptar la policial, reconocieron que una y otra versión presentaban numerosas lagunas. De hecho los informes se han elaborado sobre las declaraciones de los testigos, los pocos restos reconocibles tras el paso del fuego y el cotejo de planos y fotos anteriores al siniestro: no parece que con tales medios pueda irse mucho más allá de la mera suposición en la reconstrucción de los hechos, por científicas que pretendan ser las hipótesis. Fiscal y abogado coinciden igualmente en la segunda causa in genere que motivó el incendio: es obvio que el cuerpo incandescente cayó sobre un material altamente inflamable, tanto si se trataba del algodón de la guardamalleta como de la porquería acumulada en la siniestra buhardilla. La madera del envigado y el suelo de la sala Mestres Cabanes, con la inestimable colaboración del tiro proporcionado por las bañeras adjuntas a los palcos de proscenio y el paso franco entre los sótanos del escenario y el foso de los músicos, hicieron el resto. Como dijo el catedrático José Costa, valenciano por más señas, el interior del Liceo era lo más similar que él nunca había visto a una falla valenciana. Si tras estas constataciones todavía se duda de las causas del desastre, es que no hay voluntad de verlas.
Otra cosa muy distinta es ponderar si llegar a conclusiones tan genéricas y, en definitiva, tan pobres como éstas precisaba tres años de instrucción. Desde luego, juzgarlas cuando el teatro ya ha sido reconstruido resulta políticamente incorrecto, como señaló Alegret, amén de que alimenta todo tipo de suspicacias sobre la lentitud de la justicia. Se tarda menos en culminar una obra de gran envergadura como el Liceo -cuidado: cuando hay urgencia política; el Auditori de Barcelona costó casi el doble de tiempo y todavía no está acabado- que en cerrar un sumario. En cualquier caso, a la hora de establecer culpabilidades siempre parece más conveniente pecar por parsimonia que por precipitación. Pero es que, además, las condiciones materiales en las que se realiza tan delicada tarea ponen al descubierto que la dejadez en que vive la Administración de justicia no es menor que la que llevó a la aniquilación del Liceo. En el edificio del paseo de Lluís Companys la gente trabaja enlatada, en los despachos se utilizan medios del pleistoceno -el tippex sigue siendo el rey del lugar- y los papeles se reproducen inmoderadamente por los rincones, llegando a ocupar los pasillos cuando ya van camino del basurero, sin que por cierto -para gran solaz de este vicioso compulsivo que les escribe- figure allí ningún aviso de prohibición de fumar y sí, en cambio, un discreto ejército de incitadores ceniceros. Tercermundista.
Ahora bien, pese al cúmulo de desidias en las que vive instalada, la justicia, mejor o peor, acaba cerrando los sumarios abiertos. No siempre puede decirse lo mismo de otras administraciones, como la Generalitat o el Gobierno central, entre cuyos cometidos se halla preservar el patrimonio histórico, dotar de medios a la justicia para que realice su cometido con eficacia y gestionar los teatros públicos con agilidad. En el caso del Liceo, y a tan sólo cuatro meses de la reapertura, este último punto ya va cojo, desde el momento en que la dimisión del director general, Josep Caminal, anunciada y aceptada en 1997, ha pillado al consorcio sin candidato a sucederle, obligando a encarar un periodo de interinidad de momento fijado en tres meses (¿por qué tres y no seis?). Puede que la justicia sea lenta, pero las demás administraciones -incluidas en este caso el Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona- no se muestran más expeditas, probablemente con menos motivos.
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