El decreto-ley: ¿excepcional o habitual?
La legislatura concluida ha registrado un prolífico uso de la legislación de urgencia por parte del Gobierno. Las cifras de decretos-ley que han sido aprobados por el Ejecutivo resultan, en este sentido, ilustrativas: 17 en 1996 (los cuatro primeros correspondieron todavía al Gobierno del PSOE), 29 en 1997, 20 en 1998 y 22 en 1999. Este resultado ha supuesto una media de prácticamente dos decretos-ley al mes, lo cual hace razonable cuestionar el carácter de norma dictada para casos de extraordinaria y urgente necesidad, que le atribuye el artículo 86.1 de la Constitución. El uso se ha convertido en un cierto abuso. Sin embargo, no se trata de una imputación que quepa atribuir en exclusiva al Gobierno actual. En primer lugar, porque durante los gobiernos de la extinta UCD la media tampoco se alejó demasiado de dos por mes, y porque en el largo periodo de los gobiernos del PSOE, si bien la media resultó inferior -probablemente como consecuencia de las sólidas mayorías parlamentarias de las que gozó hasta 1993-, también hubo años en los que las cifras se dispararon (15 en 1983 y 22 en 1993). Y en segundo lugar porque la generosa doctrina del Tribunal Constitucional sobre el control del presupuesto de hecho habilitante también ha coadyuvado a una utilización excesiva, habida cuenta del amplísimo margen de maniobra del que goza el Gobierno para justificar las extraordinarias urgencia y necesidad.Por razón de la materia regulada, los decretos-leyes dictados a lo largo de esta legislatura han versado, en un importante porcentaje, sobre temas económicos, y entre ellos destaca un buen número que aprueba créditos extraordinarios y suplementos de créditos. Desde luego, no se trata de una novedad respecto de lo ocurrido en otras legislaturas, pero el elevado número registrado de estas disposiciones relativiza el significado de la ley anual de los Presupuestos del Estado, ya que sus previsiones de gastos e ingresos se ven alteradas con excesiva frecuencia. Alteración que se produce, sobre todo, sin el debate parlamentario que en más de una ocasión ha de permitir contrastar suficientemente las opciones de las políticas públicas defendidas por la mayoría parlamentaria con los criterios que al respecto sostenga la oposición. Porque es evidente que la convalidación por el Congreso de los Diputados del decreto-ley supone más un contrato de adhesión (de aceptación o rechazo en su integridad) que no un debate sobre el contenido de la disposición del Gobierno. Un debate que se hace especialmente necesario cuando, por ejemplo, de lo que se trata es de fijar los porcentajes de participación de las comunidades autónomas en los ingresos del Estado (Decreto-Ley 7/97). Asimismo, las medidas de liberalización en diversos ámbitos (economía, telecomunicaciones, régimen del suelo...) han supuesto una singularidad en los primeros compases de esta legislatura, y el decreto-ley ha sido la vía para ponerlas en práctica, lo cual constituye una legítima opción política de la mayoría gobernante que, sin embargo, no siempre ha venido acompañada por la necesaria justificación de la urgencia de la medida. En este sentido, y en todo caso, la justificación que no resulta fácil de asimilar es la del Decreto-Ley 3/98, por el que se establecieron las nuevas retribuciones de los magistrados del Tribunal Supremo en cuantía similar a la de los titulares de otros altos órganos constitucionales del Estado.
Ahora bien, si los diversos Gobiernos han podido disponer de un amplio margen para dictar normas con rango de ley por la vía de urgencia sin preocuparse mucho en justificarlas, es también porque, al margen de la responsabilidad que indudablemente les compete, los criterios jurisprudenciales del Tribunal Constitucional le han allanado el camino. Así, en la célebre STC 111/1983, el Tribunal estableció al respecto que "no puede pronunciarse en favor de una concreta medida, sino valorar la constitucionalidad de la elegida; si atendiera a aquella pretensión se trasladaría a él una responsabilidad que no corresponde a su función, y entrañaría una injerencia en una decisión política que sólo al Gobierno, con el control parlamentario, corresponde". Se trata de una autolimitación del Tribunal para no entrar en lo que se ha dado en denominar la zona de penumbra, en la que predomina la autonomía de la interpretación política del Gobierno y del Parlamento. Tal finalidad es, en sí, plausible; sin embargo, no puede olvidarse que la constitucionalidad de un decreto-ley no depende sólo de que respete los límites materiales que impone la Constitución, sino también que su excepcionalidad sea justificada razonablemente. Y para ello se hace necesario, como mínimo, que la memoria justificativa que el Gobierno acompañe a la disposición permita concluir que el contenido de la medida es proporcional a la urgencia pretendida. Y es aquí donde el escrutinio de constitucionalidad realizado por el Tribunal debería ser más intenso, sin por ello incurrir en el peligro -ciertamente latente- de inmiscuirse en el juicio político. En cambio, por ejemplo, la Corte Constitucional italiana se ha mostrado más incisiva en su Sentencia 29/1995, en la que sostiene: "(...) no existe prohibición alguna para que -la Corte- proceda al examen del decreto-ley y/o la ley de conversión bajo el perfil del respeto de los requisitos de validez constitucional relativos a la preexistencia de los presupuestos de necesidad y urgencia". La cuestión es importante porque el uso indebido del decreto-ley pone en cuestión la división de poderes, elemento básico del Estado de Derecho, y minimiza el debate parlamentario. La calidad de la democracia no depende sólo de la garantía de las libertades, sino también del adecuado equilibrio entre los poderes del Estado; sin que la ausencia de una mayoría parlamentaria sólida habilite para desestabilizar dicho equilibrio a través de un uso desproporcionado del decreto-ley.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.
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