LA CRÓNICA ¡Oh capitán, mi capitán! JACINTO ANTÓN
Eran las doce del mediodía del pasado martes en Colliure. Dos enterradores sellaban la humilde tumba de Patrick O"Brian en el Cimetière Communal, suspendido en la montaña bajo un firmamento azul que rivalizaba con el mar, expectante en la distancia. En ese preciso momento, el velero Nitchevo (francés, sin cañones) entró en la rada del puerto, con todas las velas desplegadas, refulgente como un ángel.Ha muerto Patrick O"Brian, el gran autor de novelas sobre la marina inglesa en las guerras napoleónicas, y tendremos que ir acostumbrándonos. Yo ahora sé que nunca navegaré de bolina y, más aún, que nunca perderé mi inveterado miedo al mar. Es decir, que según la filosofía de O"Brian nunca conoceré la verdadera libertad.
Los libros del escritor se alinean en mi biblioteca como una triste escuadra sin rumbo. Adiós a todo eso. Al crujir de las poleas, al tirar de los cabos, a la línea curva de los cañones, a las fragatas, polacras y jabeques, a la ración de grog, a las flagelaciones en el cabrestante y a la carne de galápago, que hace orinar verde esmeralda.
Desarbolado anímicamente, zarpé el martes por carretera hacia Colliure, donde residía O"Brian y donde, según las noticias, había sido enterrado tras su fallecimiento, el 2 de enero, en Dublín. Llegado a la localidad, tras eludir el bloqueo de la flota de camioneros franceses en La Jonquera, me detuve en una floristería y compré un ramo de rosas. Le pedí a la dependienta que me indicara el camino al cementerio. "¿Machado?". "No, O"Brian". "¿Mary?". "No, Patrick". La mujer se sobresaltó. Era amiga de la esposa del escritor, fallecida en 1998, y no sabía de la muerte del marido.
Entré en el cementerio. Estaba absolutamente solo a excepción de un par de operarios que trabajaban en una sepultura. Les pregunté por la tumba de O"Brian. "Ésta misma, estamos acabando de cerrarla", respondieron con tono shakespeariano. Me explicaron que el cuerpo había llegado por avión -no por barco como especuló algún romántico- y que el funeral, estrictamente con la familia, había sido una hora antes en la iglesia de Colliure. Me quedé allí mientras terminaban de ajustar la lápida. La tumba de Patrick O"Brian, que descansa junto a la gentil Mary Miroslavska, su segunda esposa, a la que conoció mientras ambos conducían ambulancias durante el blitz en Londres, es muy sencilla (y paradójicamente está frente a la de un héroe de guerra francés): tres losas de pizarra con una cruz grabada y los nombres y fechas de los dos. Me pregunté entristecido cómo podían caber ahí los siete mares, la Sophie y la Surprise, Aubrey, Maturin, Pullings, el sodomita Marshall, la isla de la desolación y toda la Operación Mauricio, por no hablar de los chafaldetes de las gavias. Los enterradores acabaron, recogieron sus teléfonos móviles de encima de una cruz y se marcharon en una camioneta que lanzó al arrancar una pequeña deflagración. El humo del tubo de escape flotó sobre la tumba de O"Brian como una minúscula andanada. Deposité mis flores, entre las que había introducido un fragmento de una copia del ejemplar del Norwich Mercury de 1820 que daba noticia de la victoria de Trafalgar y la muerte de Nelson en el Victory ("the eyes of England are wet with tears for the loss of her hero") -"no me lancéis por la borda, Hardy", pidió el almirante, al que O"Brian veneraba-. Y en lugar de una oración, di lectura, con voz trémula, al parte de bajas de la batalla. Creo que a O"Brian le hubiera gustado. Luego anduve durante horas sin rumbo por Colliure. Preguntando aquí y allá por el escritor y dando a conocer en muchos casos la noticia de su muerte. El restaurante La Frégate, donde una vez me invitó a comer y donde hablamos de colibríes y de martines pescadores, estaba cerrado, como casi todo. El mar lamía la arena con un chasquido en la playa Saint-Vincent.
Por fin me decidí a ir a la casa donde vivía O"Brian y donde lo visité varias veces. Ascendí la cuesta del camino al fuerte de Saint Elme y me detuve frente a la pequeña puerta blanca. Llamé al timbre. Abrió un joven bien parecido y me invitó a entrar. En el saloncito que yo tan bien conocía y donde había escuchado embelesado a O"Brian describir combates penol a penol y audaces maniobras navales, comía toda una familia. Eran la mujer y los hijos de Nikolai Tolstoy, el hijo de Mary y de su primer marido (el conde Dimitri Tolstoy-Stanislawsky, amigo del zar), hijastro de O"Brian y principal beneficiario, junto con la hermana de Mary -también presente-, de la herencia del escritor. Les di el pésame y me invitaron a compartir la sopa. De reojo vi apoyado en la pared el arpón de O"Brian. Tolstoy, que es un conocido historiador y que perdió en 1989 un célebre juicio por libelo que le puso lord Aldington por acusarle de la suerte de los cosacos pronazis y sus familias entregados en 1945 por los aliados a Stalin (lo que le ha dejado en bancarrota), me explicó que la noticia de la muerte de O"Brian les cogió por sorpresa y que aún no saben de qué falleció, seguramente de un problema cardiaco. Me dijo que mantendrán abierta la casa de Colliure, que él se quedará la estupenda biblioteca y que aún no sabe qué harán con los inéditos (entre ellos tres sabrosos capítulos y medio de la 21ª novela de la serie de Aubrey y Maturin). Se mostró prudente al referirse al único hijo vivo del escritor (tenido con su primera mujer, Sarah Jones), Richard Russ, que ha puesto verde a su padre acusándole de haberlos abandonado de niños a él y a su hermana, muerta a los tres años.
O"Brian nos engañó a todos, empezando por el nombre, que en realidad era Richard Patrick Russ -el nom de plumme, O"Brian, lo tomó del falso apellido con que se alistó en la RAF uno de sus hermanos, derribado en su Lancaster en un raid en Dortmund en el 43 -; la nacionalidad, inglesa y no irlandesa, y la extracción social, pues era hijo de un médico de origen alemán especialista en gonorrea y no miembro de una familia distinguida.
¿Quién puede conocer el corazón de un hombre? O"Brian yace bajo su nombre falso en Colliure, y con él, el secreto de su vida. Ahora todo son pistas: la reserva, los aspectos siniestros de sus personajes, la obsesión de O"Brian por el terrible castigo recurrente del cuento de Boccaccio sobre Nastaglio degli Onesti, y aquella forma distante de ofrecer su amistad, tan valiosa como las lágrimas de Ahab... Conduciendo de vuelta hacia un poniente incendiado en el que el sol semejaba la boca ardiente de un cañón de 18 libras, recordé los versos de Whitman: "Oh captain! My captain!... Mi capitán no responde, sus labios están pálidos y quietos". Y deslumbrado por el último fogonazo del día, con los ojos húmedos, sentí que había perdido algo más preciado que el mar.
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