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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Cenicienta en el Ritz EMPAR MOLINER

Llámenme Cenicienta: el señor Josep Cuní me envió al Premio Nadal en calidad de reportera. Él no sabía (aunque, amigas, lo sabe casi todo) que una servidora había hecho las fotocopias reglamentarias para optar al Premi Josep Pla y que tal vez esa noche sería mi noche.Por eso entré en el Hotel Ritz con un jersei viejo, de bolitas, con un estampado de rombos tipo calcetín, realmente feo. Pero debajo llevaba intacta mi esperanza en forma de vestido negro con escote "palabra de honor", que (no lo negaremos) me estaba un poco ancho, porque es de una amiga mía mucho más bustosa. Le hice una pincita y la grapé (eso sí, con grapas de color carne). Comprobé, alegremente, que el apaño no se notaba. El apaño es una forma de vida, la mía.

Lo primero que vi, al entrar, fueron unos cocoteros y unas monas. Estaban en una camisa y la camisa estaba en el torso de Francesc Puigpelat, el ganador de la anterior edición. ¡Mi madre! Era la misma camisa que llevaba el año pasado, cuando le dieron el premio. Esa repetición de vestuario me aceleró el corazón de futurible ganadora. ¿Y si el Puigpe ha vuelto a ganar y se ha puesto su camisa de recoger premios? Luego me tranquilicé porque recordé que también la llevaba por Sant Jordi y también el día que presentó su libro. Sólo tiene esa camisa y se la pone siempre que tiene un acto. Pronto se la volveremos a ver, si sigue publicando, como esperamos todas.

Aun así, avancé por el pasillo, cabizabaja y desesperanzada, como un buscador de setas profesional.

Empezó la primera votación, a la que -excepto yo- no le hizo caso ni Dios. Me senté en una silla forrada de las que reservan para la canallesca y empezé a comer galletas de dos pisos. Desde pequeña que me encanta comer las galletas de dos pisos. Verán, de niña yo tenía los dientes de arriba increíblemente montados. Tenía los dientes de arriba más montados de todo Santa Eulàlia de Ronçana oeste. Cuando comía galletas de dos pisos, a causa de mis dientes montados, conseguía siempre terminar antes el piso de arriba que el piso de abajo y dejaba las galletas en forma de tulipán. En los cumpleaños me lo hacían hacer.

Además me habían contado que el menú del Nadal es el único menú de premio literario que no parece elaborado y cocinado por Pere Gimferrer. Ya saben a qué me refiero: no conozco ni un solo detalle de la vida del maestro Gimferrer (aunque sí toda su obra), pero por su manera de hablar y de vestir tengo la sensación que en la cabeza debe de tener otras cosas que no son precisamente la receta de un foie de pato.

En la segunda votación vi que el actor Pere Arquillué sonreía. Se me llevaron los demonios. Iba hecho un brazo de mar, con su barba rubia y cuidada de viudo Rius. Sus ojazos me hicieron ver, rápidamente, que sería un perfecto ganador. Pónganle al Arquillué un Apel·les Mestres debajo del brazo, un Pla o un Nadal y verán lo estupendamente que le queda. Esos rizos rubios firmando ejemplares por Sant Jordi, esa camisa blanca, medio abierta a lo Curro Jiménez y medio cerrada a lo Francesc Eiximenis, volverían locos a los lectores. Y esa voz, susurrante: "¿Te lo dedico a ti o es para una amiga...?"

Joan Clos también iba muy guapo, con ese pelo just for men tan favorecedor. Pero yo ya sabía que él no se había presentado, aunque sería un Pla muy comercial. ¿Se lo imaginan?: "Alcalde gana el Premio Josep Pla con un dietario sobre el Fòrum de les Cultures, soporiferillo, pero de gran nivel literario".

A la cuarta y quinta votación hablé con Dios por primera vez. Verán, a las que somos monas pero tontas sólo nos queda la opción de creer en la resurrección de la carne. Creemos en la vida después de la muerte por la senzilla razón que no podemos aceptar que nuestros cuerpazos sean comidos por los gusanos! Pero me refiero a que me dirigí a Diós de tú a tú. "Querido Dios", invoqué. "Si gano, nunca más voy a criticar a Joaquín Sabina ni a sus rimas. Tampoco diré pestes de la dieta mediterránea, y los que digan que el queso tipo Burgos también tiene derecho a ser mediterráneo no me parecerán cretinos".

Me llamaron. Subí al estrado. Se me rompió la grapa y mi escote empezó a creer en el libre albedrío. El vestido de mi amiga empezó a deslizarse por mi (suave) piel y los señores Jurado pensaron que soy una extraña mezcla de Proust (en la parte humana) y de Gabi, Fofito, Miliki y Chinarro (en la parte literaria).

La culpa no es mía: yo pensaba que al ganador de un premio se le avisaba con antelación. Todos los ganadores -excepto los que son rematadamente buenos o rematadamente malos- van a recoger el premio con el modelito. Y ninguna escritora se arriesga a ponerse la pamela para que, luego, el quilo y la gloria sea para cualquier otra zorra. Todas tenemos en la cabeza el nombre de una escritora que va siempre muy zarrapastrosa pero que fue a recoger el último premio toda peripuesta. Todos supimos que la habían avisado porque su vestido era tan breve como una temporada en L"Espai (así de breve).

Por lo que sé, si estás entre los finalistas, te avisan el mismo día, ambiguamente. Sin embargo, a mí no me dijeron nada, excepto: "Ponte aparente, que la Echevarría viene este año de Morticia Adams".

Los señores Jurado y los señores Editorial tenían miedo, me han dicho. Sabían que si aquella tarde me decían algo se lo habría contado sin tardar a mis 50 mejores amigas. Y ellas a las suyas.

¿Y saben lo que es más sorprendente de ganar un premio así? Pues que ahora tengo amigos de los bajos fondos. He recibido muchas llamadas que decían: "Oye, Mariano Rajoy te va a enviar un telegrama de felicitación. Esto... si no lo quieres, nosotros sí. Sería un estupendo papel de fumar, y tal".

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