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El control de los partidos

Por todas partes se oyen quejas de que algo marcha mal en las democracias de los países desarrollados. Tasas de abstención altísimas, aparición de partidos antisistema, falta de confianza en la justicia o escaso interés por la política son algunos de los síntomas de esta difusa enfermedad que parece aquejar a las democracias contemporáneas.A la hora de identificar las causas de esta especie de anemia democrática, los partidos políticos son, para muchos observadores, los principales responsables. En términos algo caricaturescos, el diagnóstico viene a ser el siguiente. Si la gente no vota o vota a formaciones estrafalarias es porque los partidos tradicionales no ofrecen soluciones a los problemas de la ciudadanía, y si las ofrecen normalmente se olvidan de ellas una vez en el poder. El sistemático incumplimiento de los programas ha hecho que los votantes den la espalda a las llamadas de los partidos. Por otro lado, tras la acumulación de episodios de corrupción en los países europeos en los últimos diez años, ¿quién va a seguir fiándose de los políticos? Sus abusos han politizado la justicia, han arruinado la idea de que los partidos persiguen los intereses generales de la sociedad y, en consecuencia, han desmovilizado al electorado.

El discurso antipartidos, con diferentes grados de radicalismo, se ha hecho relativamente popular. No obstante, la experiencia estadounidense nos muestra que el debilitamiento de las estructuras de los partidos se asocia a mayores tasas de abstención y de alienación política, y no al revés. Además, los partidos con aparatos demasiado débiles dejan de cumplir con algunas de sus funciones más esenciales en una democracia: I)agregar intereses en torno a un modelo coherente de organización social; II) articular la discusión pública sobre modelos alternativos de sociedad, y III) hacer conscientes a diversos grupos sociales de su existencia como tales grupos y movilizarlos para la acción política.

Conviene asumir que por mucho disgusto que nos produzcan los partidos, éstos van a seguir siendo piezas esenciales de la democracia. Por eso, la cuestión verdaderamente interesante consiste en averiguar qué tipo de reformas institucionales podría mejorar su funcionamiento, pues incluso si sólo una pequeña parte de la caricatura que acabo de presentar sobre los males producidos por los partidos fuera cierta, ya valdría la pena plantearse qué hacer para aliviar esos males.

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Sabemos que el voto es un mecanismo demasiado imperfecto para controlar a los partidos. La política es multidimensional y la oferta de los partidos es más bien reducida. Un ciudadano no puede elaborar un programa electoral "a la carta". Si un partido le atrae especialmente por sus propuestas fiscales y otro por sus propuestas de integración territorial, no se le permite matizar o repartir su apoyo: ha de elegir entre uno de los dos. Y si ninguno de ellos defiende sus puntos de vista, nuestro elector se tendrá que resignar, puesto que es muy improbable que aparezca una nueva formación que se ajuste mejor a sus preferencias. Hay múltiples obstáculos institucionales y económicos que dificultan la aparición de nuevos partidos, especialmente en democracias que llevan ya un tiempo en marcha. Por tanto, no podemos fiarlo todo a la competencia electoral. Si queremos mejorar la conexión entre partidos y ciudadanos tenemos que ir más allá de la repetición periódica de elecciones.

Las reformas pueden ser de dos tipos, internas o externas. Las internas afectan a la estructura organizativa de los partidos y sus métodos de toma de decisión. De lo que se trata es de que la organización sea permeable a las demandas de sus afiliados, simpatizantes y votantes. A raíz de la iniciativa de Joaquín Almunia de celebrar primarias en el PSOE se ha discutido largo y tendido sobre las ventajas y los inconvenientes de este sistema, por lo que nada añadiré aquí sobre esta cuestión.

Las reformas externas, en cambio, se han explorado en mucha menor medida. En un reciente libro compilado por Adam Przeworski, Susan Stokes y Bernard Manin, Democracy, accountability and representation, se defiende la idea de que la democracia necesita agencias independientes que ayuden a los ciudadanos a tomar la decisión de castigar o premiar a los políticos con el voto. En este sentido, una propuesta interesante consistiría en crear un Consejo de Control de los Partidos independiente que determinara el grado de congruencia entre las promesas realizadas durante la campaña electoral y las políticas llevadas a cabo desde el Gobierno a lo largo de la legislatura. Igualmente, este Consejo podría llamar la atención sobre la coherencia entre las críticas de la oposición y lo que la propia oposición hizo cuando estuvo en el poder.

Se señalará que para eso ya se bastan los partidos en el Parlamento. De hecho, emplean buena parte de su tiempo en acusarse de traicionar sus compromisos y de no ser coherentes con sus posturas pasadas. Sin embargo, el problema está en que muchos ciudadanos no prestan demasiada atención a todos esos mensajes porque comprenden que provienen de fuentes interesadas. Las acusaciones de la oposición y las explicaciones del Gobierno no tienen demasiada credibilidad, como tampoco la tienen los informes sobre la insuficiente práctica sexual de los españoles pagados por las empresas de preservativos o los dictámenes encargados por las compañías eléctricas sobre las bondades de las ayudas del Gobierno a estas mismas compañías.

Esto no quiere decir que el Parlamento sea superfluo. Primero, porque la actividad legislativa no se limita a los discursos, y segundo, porque la oposición sigue realizando una tarea esencial de control al pedir cuentas al Gobierno de sus actos. Por otro lado, los debates son útiles incluso al margen de sus contenidos, pues revelan información sobre la inteligencia y la capacidad de los líderes políticos. La institución que se está sugiriendo aquí no tiene por qué suplantar a la oposición. Sería simplemente un órgano que hiciera más costoso, tanto para el Gobierno como para la oposición, el oportunismo político en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. Sus informes anuales o semestrales serían utilizados por la ciudadanía para revisar sus creencias y expectativas sobre los partidos con los datos más o menos imparciales que el Consejo elaboraría. En dichos informes constarían los cumplimientos y los incumplimientos, las actitudes coherentes y las incoherentes. Se sabe que el electorado tiene una memoria relativamente corta de los acontecimientos políticos. Los informes del Consejo contribuirían a que el grado de cumplimiento de los partidos fuese una cuestión central del debate público a lo largo de toda la legislatura.

Los objetivos del Consejo no serían fáciles de conseguir. No todos los incumplimientos o no todos los cambios de posición son perjudiciales. En ocasiones, las circunstancias dentro de las cuales se desenvuelve la política cambian, y cambian de forma muchas veces imprevista. Ante una situación distinta a la esperada, el Gobierno puede no tener más opción que renunciar a cumplir ciertas promesas. La oposición, por su parte, no ha de estar siempre atada por lo que hizo o defendió en el pasado, puesto que los tiempos evolucionan. El Consejo tendría que atender las explicaciones que los partidos ofrecen para justificar sus incumplimientos y decidir en cada caso si esas explicaciones resultan convincentes o simplemente encubren estrategias oportunistas.

Este Consejo sería una más de las múltiples instituciones desarrolladas en el seno de los sistemas democráticos al margen de la regla de mayoría. Al igual que un Banco Central independiente del poder político, los órganos de Defensa de la Competencia, el Defensor del Pueblo, las agencias regulativas o incluso el Tribunal Constitucional, el Consejo también sería una institución contramayoritaria. En este caso, sin embargo, su justificación democrática sería casi inmediata: la función que el Consejo desempeñaría sería la de hacer más eficaz el uso del principio de mayoría y en general de la competición electoral, en cuanto que obligaría a los partidos a ser más responsables de sus actos. Por tanto, lejos de cuestionar el juego democrático, lo haría más sólido. Las ofertas con las que los partidos intentan convencer a los votantes serían casi de obligado cumplimiento, con lo que es de esperar que la ciudadanía mejorara algo sus opiniones sobre la clase política.

La principal dificultad estriba en establecer la composición de este Consejo. ¿Deberían elegirse sus miembros por sorteo, a la manera del jurado? ¿O deberían ser personas de reconocido prestigio en la vida pública que, tal vez al final de sus carreras profesionales, quisieran culminar su trayectoria con un cargo de indudable prestigio? ¿O una mezcla de ambas cosas? En cualquier caso, sería absolutamente imprescindible que el Consejo tuviera un equipo de técnicos encargados de hacer el seguimiento diario de la política.

Dejando para mejor ocasión los detalles técnicos de este Consejo, lo importante ahora es insistir en la necesidad que tenemos de mejorar el funcionamiento de nuestras democracias. Puesto que la celebración de elecciones cada cuatro años no es suficiente para garantizar que los compromisos que adquieren los partidos se lleven a la práctica, resulta imprescindible pensar en reformas que aumenten el control de los ciudadanos sobre sus representantes, sobre todo en tiempos en que se detecta una cierta insatisfacción con las instituciones de la democracia representativa.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política.

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