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Vacaciones políticas

Una de las curiosas características de estas modernas democracias, con tanta gente, es que el número de gobernados determina alguna forma de alejamiento del gobernante. La democracia, surgida en la ciudad, se transforma en algo distinto cuando en el amplio espacio se recaba el concurso de millones de personas para designar a los gobernantes. Son espacios en los que ya no nos conocemos todos, como aún sucede en algunos ámbitos municipales; falla, por la naturaleza de las cosas y ley del gran número, esa relación entre gobernante y gobernado que constituía la esencia social de un régimen democrático, en el que la participación se producía aun sin querer, salvo voluntad expresa de autoexclusión.El gran número excluye la participación, cuestión que produce mucha lamentación y llamada al orden, pero casi siempre inútilmente. Por mucho que lo elogiemos y que proclamemos al pueblo como origen del poder, y cosas así, el gobernante está lejano y cuando se roza mucho con la gente hay para preocuparse. Es una relación entre el adorador y el dios o, al menos, el venerador y el santo; también los déspotas más ilustres de la historia han andado, muchas veces, en eso que se llama olor de multitudes; todo bien lejano de esa comunicación que es la base de la democracia, o que queremos, o nos gustaría que lo sea.

El político en ejercicio ocupa un lugar prominente y preminente; a las gentes se les deja elegir entre dos o tres, y basta; ¿cómo se podría hacer de otro modo? De ahí que, para el ejercicio de la democracia, en estos países grandes, que son casi todos, lo importante es el poder de seducción del que se postula para candidato; no es que se trate de un descubrimiento moderno, la seducción como palanca electoral es tan antigua como la democracia misma, pero no es lo mismo ejercerla entre gente que se conoce que respecto de una multitud anónima. El anónimo, los anónimos, elegimos al que tiene un nombre.

La política es arte de gobierno, y en eso poco han cambiado las cosas desde tiempo inmemorial. Pero lo que importa en el aspirante no es la capacidad de gobierno, sino su poder de seducción. De ahí que el candidato se rodee de una envoltura que es, bien mirado, pura propaganda, y cuanto mejor sea la propaganda mejor para él. Los modernos medios técnicos no sólo permiten sutiles manejos de voluntades ajenas, sino que, bajo la ilusión de la proximidad, alejan cada vez más al candidato de las gentes con las que quiere contar. Un buen político en trance electoral ha de ser, sobre todo, buen comunicador; un experto en manejar, para sus aspiraciones, esos medios a través de los que se comunica.

En último extremo, el extremo preelectoral, se produce la mayor disociación entre la gobernación y el votante; las épocas en las que más se miente o en que menos se penetra en el quid de los asuntos; se tiende a declarar en suspenso la política para dedicar todas las energías a la seducción; por eso casi nadie dice lo que piensa si cree que eso le va a perjudicar o restar imagen; por eso los comentaristas y otras gentes del oficio devalúan las afirmaciones electorales; es cierto que Fulano dijo tal cosa, pero no hay que tomárselo al pie de la letra porque era un decir con fines electorales; y esto es razonamiento corriente.

De suerte que los procesos electorales producen una especie de vacación de la política precisamente para poder hacer política cuando pasen las efervescencias que llevan a la gente a unas urnas con un nombre y no con otro.

Por fortuna, la mayor parte de las gentes no se deja influir por estos fuegos artificiales y no hay quien los mueva de su convicción; en los países más maduros no hay quien los mueva de sus intereses; pero queda un margen, el margen de los impresionables, o indecisos, que son al final los que de verdad deciden. Son muy pocos en número en relación con el total de posibles votantes, pero para ésos sí que cabe, más que para ningún otro, la propaganda, la fantasmagoría, la imagen, la impresión de última hora. Por lo que, de verdad, no se volverá a hablar de política, del arte de gobernar, hasta después de las elecciones; ni se volverá a tratar en serio ningún asunto serio, aunque sea de vida o muerte; los políticos están ya en otra cosa, más llamativa y de menos sustancia; por eso, las cuestiones de entidad se dejan para después; como si se tratara de unas vacaciones. Es el sino de la democracia moderna, con tanta gente; pero no veo nada que sea menos malo.

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