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¿Patriotismo de barrio?

Joan Subirats

Es casi un lugar común hablar de mundialización al empezar cualquier reflexión en estos días (casi tanto como referirse al cambio de siglo o de milenio). No es extraño que en ese panorama surjan algunas voces cuyo simplismo les lleva a recomendar acudir al psicoanalista a quienes pretenden reforzar su personalidad específica, o voces más sensatas que reclaman menos ataduras identitarias y más humanismo cosmopolita. "El accidente de dónde se ha nacido no es más que eso, un accidente. Una vez admitido esto, no deberíamos permitir que diferencias de nacionalidad, de clase, de pertenencia étnica o de género erijan fronteras entre nosotros", nos dice Martha Nussbaum. Según eso, cada vez seríamos más "ciudadanos del mundo" y deberíamos sentirnos menos atrapados por vínculos o fronteras que ni el aire ni la información reconocen. Los capitales, los productos de consumo o los productos culturales ignoran cada día más las distancias, las diferencias territoriales. La omnipresencia de los media difunde un mismo estilo de vida por doquier. Parece plantearse una tendencia incontestable y multiforme a la homogeneización, a una misma cultura universal.Desde mi punto de vista, la homogeneización cultural de la que hablábamos es meramente superficial. Esa especie de multiculturalismo corporativo, también denominado por Benjamin Barber MacMundo, banaliza las diferencias, las incorpora al mercado, las presenta mediáticamente como elementos que ilustran, colorean los grandes acontecimientos deportivos o artísticos, a través de la retórica del melting pot. Se nos presenta así una especie de integración de todas las minorías a la norma monocultural hegemónica. Los parques temáticos son la expresión moderna de las reservas indias. La retórica de la diferencia y de la coexistencia inyectada desde arriba, y no buscada ni reivindicada desde abajo, por sus propios protagonistas. Algunos afirman que precisamente este modelo de multiculturalismo corporativo sería la versión pospolítica y mercantilista del tradicional multiculturalismo liberal que ofrecía una gestión privada de la diferencia en un contexto público pretendidamente homogéneo y abstracto.

Las sociedades que estamos intentando crear, libres, democráticas, dispuestas a compartir por igual, necesitan que sus ciudadanos se sientan identificados con ellas. Sólo pueden funcionar si las personas que las conforman creen que tienen entre manos una empresa común, que sienten como propia. Esta implicación no puede basarse sólo en un implícito contrato normativo, que asegure a esas personas sus derechos y libertades, sino que es preciso que se sientan especialmente vinculados entre ellas. Una democracia es altamente vulnerable a la sensación de desapego que produce la constatación de las grandes desigualdades existentes, o la sensación de abandono, la sensación de que lo que sucede no importa a nadie de verdad. Ese compromiso mutuo (que todo proceso redistributivo requiere) precisa sentirse parte de algo, llamémosle comunidad, patria o nación. Nuestros compromisos empiezan a arraigar en nuestro entorno inmediato, y entonces pueden ir más allá. Como bien ilustra Manuel Delgado, la película Blue in the face (secuela de Smoke) nos ofrece un retrato de una parte del barrio de Brooklin, en el que la gran diversidad de sus gentes, de sus conductas y modos de vida parece dejar poco espacio a un sentido de comunidad. Pero Wayne Pang y Paul Auster, con algunos pequeños símbolos y con el estanco de Harvey Keitel como nudo gordiano, les brinda un marco que permite cristalizar una forma elemental de patriotismo. Hay allí un sentimiento de afecto a unas gentes, a un territorio, a una forma de vivir y de entender la vida. Una comunidad de personas que se sienten responsables, que han creado redes de reciprocidad, de solidaridad en lo cotidiano. Una identidad cultural, poco trascendente, pero significativa.

En otra película que se proyecta estos días en España se nos ofrece un nuevo ejemplo. Tavernier y su Hoy empieza todo nos muestra las dificultades de supervivencia de una escuela cuando nadie parece sentirse responsable de lo que allí sucede. Cada uno se aferra a su normativa, a su espacio individual, a su egoísmo más inmediato. Por ahí pocas salidas se ofrecen. El filme francés nos ofrece una vía: sólo el compromiso y la responsabilidad de todos con todos, simbolizado en la celebración final, puede dar una cierta esperanza. La comunidad local se moviliza. Unos ponen la arena, otros se ocupan de los colores, aparecen pasteles magrebíes, mientras la banda hace sonar sus instrumentos. Profesores yendo más allá de lo que la normativa les exige, padres movilizados y asumiendo sus responsabilidades, y barrio defendiendo la stock option popular de la formación, ese patrimonio de la comunidad que es la escuela, es una vía de salida. En una y otra película, en uno y otro escenario, se nos muestra la potencia de la comunidad local cuando cada uno asume sus responsabilidades, aprovechando la ventaja de la proximidad, de la implicación de todos.

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No construyamos falsos dilemas. En nombre de un aparente universalismo liberal-cosmopolita, lo que muchas veces se plantea es la aceptación incondicionada de un conjunto de trazos lingüísticos y culturales homogeneizadores, que tratan de ahogar o reducir a la categoría de anécdota las identidades sociales y culturales particulares. Que nos dejen ser patriotas aunque sea de Gracia o Carabanchel, que nos dejen ser vascos y celtas, y podremos también sentirnos españoles, europeos o del Mediterráneo occidental. No hay otra manera de ser cosmopolitas que empezar siendo patriotas, aunque sea patriotas de barrio.

Joan Subirats es profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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