Golpe de mano entre bastidores
El cambio de guardia en el Kremlin, el 31 de diciembre, es el resultado de un golpe de mano entre bastidores. Cuatro días antes, Vladímir Putin, tras una reunión con los siloviki (ministros de las fuerzas: Defensa, Interior, FSB...), conminó a Borís Yeltsin a que dimitiera si quería que la persona a quien había designado su sucesor -él mismo- tuviera alguna posibilidad de ganar las elecciones presidenciales. Había que darse prisa porque los laureles de la guerra de Chechenia podían durar hasta finales de marzo, pero no parecía probable que lo hicieran hasta junio. Yeltsin se mantuvo sordo a estos argumentos y, pese a su desfalleciente salud, resistió durante tres días y medio. Ambicionaba -así lo dijo en su despedida- ser el primer presidente ruso en transmitir el poder a un sucesor electo, conforme a la Constitución. Pero el zar Borís terminó por desmoronarse. Todo el mundo lo pudo constatar la mañana del 31 de diciembre: ese orgulloso presidente, que meses antes amenazaba con los puños a la Duma, estaba moral y físicamente destruido. "Sigo convencido de que las elecciones presidenciales deberían celebrarse en junio de 2000 (...), pero he tomado otra decisión", dijo, antes de excusarse por las promesas incumplidas. No explicó por qué, tras haber sido el campeón de la lucha contra los privilegios, fundó un sistema basado en una oligarquía ultra privilegiada en un país sumido en la miseria. Lamentó, sobre todo, haber alimentado falsas ilusiones sobre la posibilidad de crear rápidamente una Rusia democrática y próspera. "Yo mismo tuve la ilusión", reconoció. Hasta tal punto estaba convencido, que en 1992 prometió que "pondría su cabeza en la vía del tren" si su política de reformas no daba frutos. Ello no le impidió, un año más tarde, bombardear un Parlamento que le invitaba a no empecinarse en su error. En su último discurso, agobiado por el remordimiento, estaba pidiendo a los rusos que dejaran de detestarle. Sin mucho éxito. La mayoría considera que debía haberse ido hace mucho tiempo.El primer decreto del nuevo presidente interino, Putin, fue para conceder inmunidad al presidente y su familia. Yevgueni Primakov ya propuso en su tiempo que los presidentes, al dejar de serlo, pasaran a ser senadores vitalicios, pero Putin conoce demasiado bien el caso Rusiagate como para limitarse a ese nombramiento y ha preferido poner a Yeltsin al abrigo de la Justicia. El valor de su decisión es dudoso: la Constitución no autoriza a legislar por decreto a los presidentes interinos.
Inmediatamente después de firmar el decreto, Putin voló a Chechenia y a Daguestán para lanzar su campaña presidencial entre los militares, sus mejores aliados. En Guedermés, única ciudad chechena respetada por la guerra, decoró a los soldados "más heroicos" subrayando que combaten por la liberación de la pequeña república caucásica y, sobre todo, "para preservar la unidad de Rusia". Y asumió toda la responsabilidad de la guerra al afirmar que él había elaborado la táctica. En Majtchakala, capital de Daguestán, prometió que la operación habrá acabado el 26 de marzo, día de las elecciones.
Bajito y desprovisto de todo carisma, Putin se expresa mediante frases cortas que le dan un carácter cortante. Cuida su imagen mostrándose a menudo en compañía de los militares y utilizando su lenguaje, lo que se supone es del agrado de la gente. Pero también sabe ser amable con la clase política, incluidos los comunistas, y, según él dice, busca la concordia nacional.
Sobre el origen político de Putin y sobre sus ideas, apenas se sabe nada. Anatoli Chubáis, líder de la derecha, que el 31 de diciembre celebró la "decisión genial" de Yeltsin de confiar el poder a Putin, confesaba hace cuatro meses, cuando éste fue nombrado primer ministro, que por primera vez la decisión del presidente le parecía incomprensible y carente de lógica.
¿Quién es, pues, este hombre de 47 años, cuya biografía no ocupa más que unas pocas líneas? Reclutado por el KGB tras sus estudios en la facultad de Derecho de Leningrado, fue enviado a Dresde, en la entonces Alemania Oriental, donde permaneció 16 años. Para la Lubianka, sede central del KGB, la antena de Dresde, formada por cuatro hombres, era muy secundaria. Los servicios de la Stasi eran mucho más eficaces y preciosos. Ello explica que al final de sus buenos y leales servicios Putin no tuviera más que el modesto grado de teniente coronel, mientras que sus colegas con los mismos años de servicio eran ya generales. A su vuelta a Petersburgo, a comienzos de los años noventa, su antiguo profesor, Anatoli Sobchak, convertido en alcalde de esa metrópoli, nombró a Putin adjunto encargado de las relaciones exteriores. "En ese cargo aprendí las reglas de la economía de mercado y el arte de la gestión", ha dicho en una entrevista reciente. Desgraciadamente, su principal maestro, Sobchak, derrotado en las elecciones municipales de 1996, tuvo que huir el año siguiente a París perseguido judicialmente por corrupción. Sólo ha podido volver a Rusia cuando su exprotegido, ya primer ministro, ordenó un no ha lugar para su expediente. ¿Pero acaso Putin no tiene cosas que ocultar de su época como teniente de alcalde? Marina Salié, miembro de una comisión de investigación de la alcaldía, afirma haber encontrado su firma en documentos sospechosos relativos a la exportación de metales preciosos. El fiscal general Yuri Skuratov, suspendido temporalmente en sus funciones, ha dicho en una entrevista que está impaciente por examinarlos.
Tras su llegada a Moscú en 1996, Putin hizo una carrera napoleónica. Primero fue colaborador de Pavel Borodin, gestor de los bienes del Kremlin -también en el punto de mira de la justicia por sus negocios con la Mavetess de Lugano-, y en mayo de 1998 fue ascendido a jefe adjunto de la Administración presidencial. Dos meses más tarde ya era jefe del FSB (ex KGB) y secretario del Consejo de Seguridad Nacional. ¿A quién debió su ascenso meteórico? A Anatoli Chubáis, jefe del clan de Petersburgo, se dijo entonces. Pero otros consideran que su auténtico protector es Borís Berezovski, millonario hombre de negocios con gran predicamento ante Yeltsin. Él lo apreciaría por su carácter sin escrúpulos y por ser na krutchkié (fácil de sujetar) y obediente.
Para saber más habría que examinar de cerca a la familia del Kremlin, también conocida como el Politburó de Borís Yeltsin. Ningún miembro de este grupo dirigente, creado sobre el modelo del PCUS, es un personaje público, elegido en el seno de un partido o, mucho menos, por sufragio universal. La mayoría son banqueros o magnates del petróleo, como Roman Abramovich o Alexander Mamut, cuya cara era desconocida hasta hace poco. ¿Hay otras "eminencias grises" en este grupo? Es posible, pero sólo se sabrá con el tiempo. Mientras tanto, sólo se conoce a los que tienen funciones oficiales en el Kremlin, empezando por Alexander Vorochin, ex socio de Borís Berezovski, que dirige la Administración presidencial. Sólo ha hablado una vez ante el Consejo de la Federación (el Senado) y su intervención fue de una nulidad vergonzosa. Pero no se separa de Yeltsin ni una pulgada y, según Primakov, es su "instrumento ciego". No se juzga tan severamente a su predecesor, Valentín Yumashev, eterno escribano de los discursos del presidente, que se mueve mucho entre los oligarcas sin llevar la contraria a nadie. Después viene Tatiana Diachenko, hija preferida de Yeltsin, con acceso ilimitado a su padre. Los consejeros americanos que fueron a hacer campaña electoral a favor de Borís Yeltsin en 1996 la describieron en Time como una joven provinciana más bien borrosa. El marido de Tatiana, lo mismo que el de su hermana Elena, están en el mundo de los negocios y se benefician del poder de su papá. Pero en Rusia todos los dirigentes se dedican a situar bien a sus familias. Algunos gobernantes "demócratas" han confiado la dirección de sus bancos regionales a hijos suyos todavía estudiantes.
Tatiana es la primera víctima del Rusiagate. El testimonio bajo juramento del director del Bank of New York, Thomas A. Renyi, ante el Congreso de Estados Unidos le fue fatal. Renyi reveló que el matrimonio Diachenko tiene una cuenta de dos millones de dólares en una de las filiales de su banco. Suma insignificante si se compara a los miles de millones de los oligarcas que han blanqueado sus dólares a través del Bank of New York. La revelación de Renyi contribuyó a aumentar la impopularidad de Borís Yeltsin y a obligar a Putin a conceder la inmunidad a toda su familia. Además, los rusos son demasiado machistas como para tolerar a una zarevna que se mete en asuntos de Estado y en negocios.
Ella no ha tenido nada que ver en la promoción de Vladímir Putin. Borís Berezovski ha asumido esta responsabilidad al reivindicar, al día siguiente de las legislativas del 19 de diciembre, la paternidad de la lista Unidad-Oso, encargada de allanar el camino hacia la presidencia al sucesor nombrado por Borís Yeltsin. Como es sabido, esa elocuente oligarquía recorrió este verano a lo ancho y a lo largo el país para convencer a los gobernadores de que formaran una lista progubernamental. Berezovski sólo se ha pavoneado de ello tras sus inesperados resultados (el 25% de los votos), a pesar de saber que si no hubieran inflado las urnas duplicando votos no hubieran alcanzado más que un 15%. Pero logró sus fines al hacer descender a su principal enemigo, Yevgueni Primakov, a un tercer lugar en la Duma y dejarle sin demasiadas perspectivas de cara a las elecciones presidenciales. Los buenos resultados de los comunistas también han debido alegrarle, pues le gustaría reproducir el escenario de 1996 y que el sucesor de Yeltsin se enfrentase al incombustible Guennadi Ziuganov, líder del PC, al que se presenta, con ayuda de los consejeros americanos, como un bolchevique con cuernos y rabo.
¿Está, pues, la suerte echada? Es demasiado pronto para afirmarlo. Al asumir toda la responsabilidad en la guerra de Chechenia, Vladímir Putin está a merced de su evolución. Parece poco probable que de aquí al 26 de marzo los chechenos puedan desencadenar una ofensiva victoriosa. Pero su encarnizada resistencia complica mucho las cosas. La actual batalla de Grozni se parece demasiado a la de 1995 como para no despertar malos recuerdos en los rusos. Los nombres de ayer -la plaza de Minutka, el aeropuerto Khakhala- están de nuevo de actualidad. El Stalingrado de los chechenos puede costar caro a Putin y provocar otras sorpresas desagradables.
Además, el presidente interino brilla por la banalidad de sus declaraciones políticas. Se compromete a no tocar las privatizaciones ni modificar la economía ampliamente criminalizada, pero quiere que "los rusos paguen los impuestos con el mismo automatismo con el que se limpian los dientes". Buena idea, pero ¿dónde se ha visto a la mafia someterse a las exigencias del fisco? Apropiándose de la retórica del Frente Patriótico, formado por los comunistas en las elecciones de 1995, sobre la grandeza nacional, se propone restaurar el prestigio de Rusia en la escena internacional sin renunciar por ello a la ayuda occidental. "Rusia no puede copiar los valores de Estados Unidos e Inglaterra porque están arraigados en una vieja tradición histórica", dice. ¿Cuáles serían, pues, los valores específicamente rusos? Su partido, el "Oso", ha tomado como modelo al zar Alejandro III, un déspota que, para vengar el asesinato de su predecesor, se distinguió por la brutalidad de su represión, la supresión de toda expresión no afín y por su virulento antisemitismo. Pero no hay que sacar conclusiones precipitadas: el "Oso", partido virtual, celebrará su congreso constituyente a finales de enero y mientras tanto el Politburó del Kremlin obligará sin duda a Putin a elegir un modelo que repugne menos el mundo exterior y a muchos rusos.
K. S. Karol es experto francés en cuestiones del este de Europa.
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