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Los reyes

En aquel tiempo, en la cuadra que albergaba modestamente a una corta familia, la mula y el buey, vino al mundo un Niño, cuya misión era salvarle, según opinión generalizada entre los profetas judíos. Ante el rústico escenario se aparecieron tres importantes personajes, llamados Reyes y apellidados Magos. Sí, se aparecieron, porque eso quiere decir epifanía, tanto en griego como en latín. No pasaban por allí, ni quizás venían de lejos, de reinos remotos y desconocidos, sino que todo tuvo la simplicidad del milagro. En lo mismo se esfuerzan los fabricantes de juguetes y los comerciantes en estas fechas: mantener y posibilitar ese acto increíble, esa taumaturgia que se renueva en la noche del 5 al 6 de enero. Así fue, durante muchísimos años, el ingrediente de la Adoración, que, poco a poco, se convierte en una oferta comercial dirigida a cierto estamento social eternamente renovable: la infancia.Muy conscientes de ello, los dirigentes protestantes se aprestan a disputar tan suculenta parroquia y, anticipándose a la Factoría Disney, promovieron la competencia entre San Nicolás y de Papá Noel, mejorando el producto de la fantasía y sustituyendo los inimaginables camellos africanos por los renos, o la autogestión de un personaje gordo y barbudo, vestido de colorado.

La sociedad de consumo ha impuesto sus criterios, en beneficio de los países católicos, pues, sin recurrir a un concilio, admitieron la existencia de esos personajes exóticos, que visitaban los balcones o se colaban por las chimeneas en el inicio de las vacaciones escolares, no al final. Me consta que existen en nuestro país familias que llevan la tradición a rajatabla, y padecen el tormento doméstico de la población infantil desocupada, aunque la perspicacia de los grandes almacenes haya multiplicado la inversión en juguetes con creciente importancia en la balanza comercial. Poco a poco, la vieja España entra por el aro y se extienden hábitos colaterales, donde el ingrediente místico se solapa con inocentes supersticiones: recibir al Año Nuevo con algo nuevo y algo rojo puesto, de dondc va extendiéndose el uso fugaz de calzoncillos y bragas de ese color para augurar no recuerdo qué, celebrado con general alborozo.

Quizás he reflejado ya en esta columna la remota memoria de los reyes que venían a nuestra casa, en el primer cuarto de este siglo. Hoy difícilmente les admitirían en un campo de refugiados balcánicos o africanos. Por referencias posteriores sé que eran muy generosos con los niños ricos, posiblemente porque escaseaban los niños ricos cuyos padres podían permitirse el lujo de regias y mágicas visitas muy personalizadas. Yo me remito a los de la época, bien poco imaginativos, pero recibidos con enorme jolgorio por la población infantil,sin hablar de la desbordada satisfacción de los papás, intermediarios e intérpretes -hasta donde podían llegar- de las demandas de la prole. Por ahora no he visto incorporarse las célebres cartas a los Reyes en los canales de Internet y el trámite postal ha desaparecido casi completamente.

Si al día de hoy, en cualquier hogar, se recibieran los juguetes que alegraron los años aquéllos, no cabría descartar la intervención del Defensor del Menor. Para un chico, el aro, media docena de soldaditos de plomo, quizás una caja de construcciones de madera, con unas veintiocho o treinta piezas; el trencito -eléctrico para los retoños de la opulencia- o el mecano, unos patines que incorporaron tarde el rodamiento de bolas y un balón, es decir, una pelota. Las nenas, la pepona, una modesta casa de muñecas o la cocinita con una somera batería, la comba y/o el diábolo. ¡Agárrense!, incluso, para ambos sexos, libros: Salgari, Julio Verne, Amici y gente así. Bueno, pues eran, éramos felices, por la simple razón de que no existía la oferta televisiva. Se hallaba muy extendido el hábito de despertar el deseo de las cosas necesarias, como un jersey, zapatos, el cabás para el colegio, acogidas con emocionada gratitud en la mañana del 6 de enero. No me traiciona la memoria si digo que los niños, por una misteriosa red de comunicaciones, sabíamos, desde los ocho o nueve años, que los reyes eran los padres, pero nos costaba poco trabajo fingir que lo ignorábamos. ¡Eran tan ingenuos y se les veía tan contentos con la simulación!

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