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"Begin the begin" ANTONI PUIGVERD

Un par de días antes del fin de año, descendió sobre el mundo una escenografía fúnebre, casi barroca. Dos puertas de Europa, las de Francia y Estambul, se enlutaban con lustroso petróleo, mientras el humo de los ataques sobre Grozni ofuscaba las tímidas sonrisas que la prisión de Pinochet y la intervención occidental en Kosovo habían levantado meses atrás. En los estertores del año (y, popularmente, del siglo, del milenio) se han acumulado las noticias deprimentes: mareas negras, piratas del aire, ceñudos talibanes, grandes calamidades no sólo en las selvas exóticas sino en el corazón de la más plácida Europa (en Francia, en el Tirol). El último día del año amaneció con un par de buenas noticias: la liberación de los secuestrados y la jubilación de Yeltsin (pronto lo echaremos de menos: la esquiva figura de Putin se las trae), pero los medios de comunicación y los aparatos de Estado se habían aliado con la tecnología (que es la teología actual) para enterrar el siglo al más puro estilo milenarista. Gracias al histérico efecto 2000 y gracias al manto de petróleo sobre los mares, el año se hundía con retórica de funeral antiguo y severo. Y sin embargo, en la noche del tránsito, reluciente de ceros, el año nuevo presentaba una cara limpia como un papel en blanco. Durante el jolgorio del cotillón, en los abrazos alcohólicos, en el entusiasmo de las uvas y las campanadas o incluso ayer, ya en plena resaca, siguiendo el ritmo de los valses vieneses, parecía posible volver a empezar. Una vez más, a pesar de los humos de Grozni, a pesar de los repugnantes engrudos de petróleo a la deriva, a pesar de todo, algo mágico volvió a ocurrir, ya que a una gran mayoría le pareció que estábamos empezando de verdad un ciclo nuevo. Es curioso. En estos festivos momentos de tránsito, el dulce canto de las sirenas de la novedad seduce incluso a los más pesimistas.

El cambio de fechas tiene un fabuloso poder sugestivo, capaz de imponerse no sólo a los acontencimientos generales (que raramente afectan a la intimidad de quienes no los sufren) sino sobre todo, y ahí está la maravilla, en el coto cerrado de la intimidad. Son muchos los que abrazan, aun sin querer, la consigna "año nuevo, vida nueva"... Incluso aquellos a los que la edad ya ha impartido suficientes lecciones de escepticismo. Sabemos que no es fácil cortar amarras, que los dedos del pasado dejan imborrables marcas en las gafas del presente. Lo sabemos, pero basta un cambio de calendario para que se produzca una sensacional amnesia interior. Una vez más, las sirenas nos seducen. Se trata de una ficción, de un juego arbitrario: cambiar unos simples dígitos (aunque este año cambien tantos). Lo sabemos: es una cándida ficción. Pero debe responder a una demanda muy profunda. De golpe, mandamos a la papelera del olvido las citas malgastadas, los trabajos inacabados, las angustias, engorros y problemas.

Es cierto que la cloaca del año anterior se ha tragado cuerpos que amábamos y esfuerzos, placeres o sonrisas: ésta es la parte ácida del cambio de fechas. El paso del tiempo es corrosivo y el cambio de año podría enfatizar su acidez: los afectos se han secado un poquito más; hemos renunciado al viejo proyecto que el año anterior todavía creíamos posible; encender el deseo exige mayor esfuerzo. Miramos fugazmente atrás y divisamos un paisaje de jardines secándose. Los callos del alma son más visibles. El año anterior (incluso el siglo anterior) se ha jubilado castigando un poquito más las precarias condiciones del oficio de vivir. A cada giro de tuerca se hace más evidente que todo es muy frágil. Y sin embargo, a pesar de las ácidas lecciones del tiempo, cuando el año se va, algo se alegra en el alma. En vez de agrandarse el pesimismo, regresa la cándida ilusión del begin the begin.

¿Y por qué no? Durante la noche festiva y a la mañana siguiente, incluso hoy mismo, domingo soñoliento y digestivo, durante estos primeros días la agenda del año nuevo está limpia de borrones y errores. Todavía no hemos tachado ninguna dirección, no hay anotaciones falsas, citas equivocadas o días ausentes. El año que empezamos es todavía, al menos en lo personal, como lo dibujaban los humoristas de línea clara: un bebé gordito y risueño. Asomados a su cunita, le reímos las gracias y cosquilleamos sus días de rosadas carnes. Es un bebé que se deja contemplar con humor, tiernamente. Nada en sus dulces michelines sugiere las enfermedades y los obstáculos que sufrirá.. De momento, a estas horas del domingo, todavía el cambio de cifra tiene una gran sonoridad. Pronunciamos los nuevos ceros como si aprendiéramos una nueva lengua y hemos olvidado completamente el 1999: no fue más que un conserje, un vicario que precedía al luminoso 2000, tan esperado.

Inventamos el juego de los cambios para endulzar el vinagre de la rutina, para sortear el tedio, ese poderoso disolvente. La razón, fría y aguafiestas, insiste: no es posible empezar de nuevo, son indestrutibles las cuerdas que nos atan al pasado: a las pérdidas, a las concesiones o a los sabores y sinsabores ya probados. Cierto: nada nuevo hay bajo el sol. Pero es, precisamente, por causa de este sol tan repetido por lo que inventamos estos inocentes filtros protectores, estos sencillos engaños que nos devuelven a la infancia. Para sobrevivir. Nada hay tan agradable, ahora mismo, como esta agenda sin estrenar. Este año sí: ordenaré mis papeles y mi correspondencia, programaré mi tiempo, recuperaré el idioma perdido, contactaré, viajaré, estudiaré, ligaré, realizaré. Muy pronto, apenas este artículo se marchite junto al plácido domingo, el bebé mostrará su cara sucia. Y al menor descuido observaremos arrugas y estrías muy pronunciadas en su piel. Los años envejecen vertiginosamente. Es un milagro que el juego de volver a empezar sea posible. Es un milagro que hay que regar con largos tragos. Con bizarras fiestas como las de la otra noche. Hay que regarlo mucho. Es un milagro difícil.

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