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¿Quién teme a Slobo?

Francisco Veiga

Me llega un libro gentilmente obsequiado por su autora, la periodista francesa Florence Hartmann. Es un trabajo a la altura de la veteranía informativa de quien lo escribe. Pero es un libro más centrado en el culpable universal de todas las desgracias balcánicas: Slobodan Milosevic.Peor aún, el subtítulo alude a "la transversal del loco". Descalificar a los déspotas por sus reales o imaginarias chaladuras es un ejercicio ya antiguo, pero que no aporta mucha luz a la hora de entender lo que ocurre. Porque la realidad es tozuda: tras un verano en el que la OTAN parecía que iba a conseguir la carambola de expulsar a las tropas serbias de Kosovo y rebotar la derrota militar contra Slobodan Milosevic para provocar su caída, todo se ha quedado en el parto de los montes. Del "modelo Malvinas" hemos pasado al "modelo Kuwait". En el primer caso, la derrota militar llevó a la caída del régimen militar en Argentina. En el segundo, la ofensiva de la coalición internacional sobre el emirato enquistó a Sadam Husein en el poder. Es lo que tienen los estereotipos sencillitos: son golosos, pero no siempre funcionan.

Así que, a pesar de los pesares, incluyendo la presión opositora, Slobo sigue en el poder, allí en Belgrado.

Dado que casi con seguridad Milosevic va a entrar en el año 2000 como presidente de Yugoslavia, parece el momento de entender cuál es la clave de su longevidad en el poder. Sólo en parte está basada en una astucia que ha sido exagerada desde Occidente hasta llegar a presentarlo como un moderno Fumanchú. Tampoco el quid está en su camarilla de títeres, mafiosos y familiares de confianza, que abarca unas 300 personas.

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El régimen de Milosevic tiene todavía un importante apoyo social. Ése es el problema. Es cierto que muchos serbios echarán pestes de Slobo ante los periodistas occidentales y se apuntarán verbalmente a las fuerzas de la oposición. Pero de puertas adentro y por la boca pequeña, las cosas no están tan claras. Los campesinos han hecho mucho dinero durante estos diez años de crisis: han vendido a buen precio todo lo que han producido en las capitales de una Serbia bloqueada internacionalmente. Y más de uno recuerda con claridad cómo compró tierras del Estado por cuatro duros durante la terrible inflación de 1993. Lo mismo hicieron miles de serbios en las ciudades: si uno tenía posibilidad de recibir algunas divisas (y casi cada familia tiene parientes en el extranjero), las cambiaba por millones de dinares inflacionarios y se compraba el piso que hasta entonces le ha-bía alquilado el régimen socialista.

Pero no todo son recuerdos y agradecimientos. Se habla a menudo del incontable número de serbios que abandonaron el país al no poder resistir la presión del ambiente nacionalista o rechazar al régimen en su conjunto. A veces se da la cifra de 200.000 personas, la mayoría de ellas profesionales liberales, gente de clase media, intelectuales. Parece que ese éxodo tuvo enormes implicaciones políticas y sociales. Por supuesto, los huecos dejados tras de sí por esa masa de exiliados fueron prontamente ocupados por otros colegas que no le hicieron tantos ascos al régimen. Miles y miles de abogados, profesores, periodistas, médicos, economistas y todo lo que se quiera, le deben hoy su puesto a las oportunidades que generó Milosevic.

Después, los elementos más duros, como los radicales coligados con los socialistas en el Gobierno, llevaron a cabo purgas -sobre todo en la Universidad- que aún hicieron más sitio a los advenidizos, a los pusilánimes o, sencillamente, a los más jóvenes y ambiciosos.

Se puede objetar que muchos de esos puestos son una ruina, que los salarios son bajos y se pagan con retraso. Pero aquí estamos hablando del cargo o empleo como inamovible expectativa de futuro, sobre todo si está asociado a la función pública. Y eso es una gran bicoca que con suerte puede durarle al agraciado todo el resto de su vida. En otros casos, el profesional serbio que no se fue se quedó con la cartera de clientes, con la firma o con lo que el exiliado dejó. O, sencillamente, la competencia se fue al extranjero.

Por eso, la crisis actual es, para muchos, una travesía del desierto meramente coyuntural, pues tarde o temprano la situación se aclarará. En ese contexto, la figura de Milosevic no levanta particulares entusiasmos, pero es una garantía de que las cosas van a seguir como hasta ahora durante el tiempo necesario para que la nueva situación se consolide un poco más. Si alguna figura de la oposición se comprometiera a continuar en esa línea, muy pocos impedirían que Slobo desapareciera de la escena política. Pero la imagen que ofrecen Djindjic o Draskovic es la de políticos ambiciosos con ganas de liquidar al adversario y hacer las cosas a su manera con exclusión de los demás, colocar a los suyos y desbaratarlo todo.

Claro que no toda la intelligentsia serbia puede ser descrita así. También son muchos los que no se fueron, pero tampoco sacaron nada del régimen de Milosevic (muchos porque no quisieron) y siguen ahí, aguantando como pueden.

Prueba de ello fueron las enormes manifestaciones que tuvieron lugar en el otoño de 1996. La mayoría de los participantes en aquellas aparatosas protestas eran precisamente personas de entre veinte y cuarenta años, de extracción urbana prácticamente en su totalidad. Casi la mitad tenían educación secundaria o de grado superior y universitario. Resultaban muy visibles los estudiantes, pero casi dos tercios de los contestatarios eran empleados del sector público y en ocupaciones relacionadas con educación, cultura y arte. Sin embargo, fueron muchos más los que no protestaron, y por eso el régimen sigue donde está. Añadamos a eso la aquiescencia de los refugiados que dependen de las ayudas gubernamentales, de aquellos trabajadores que se lanzaron al estraperlo y acumularon un capitalito, de miles de personas que se han acostumbrado a vivir trapicheando y trabajando lo menos posible, de un extendido y lógico sentimiento de orgullo nacional herido frente a los occidentales por los recientes acontecimientos, amén de eso que se llama el "inat" serbio -una especie de característica tozudez-, y tendremos la explicación de por qué Slobo sigue al frente del poder. Por lo menos es una hipótesis que resulta más convincente que las vacías elucubraciones sobre la demagogia

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Francisco Veiga es profesor de Historia de la Europa Oriental de la Universidad Autónoma de Barcelona.

¿Quién teme a Slobo?

Viene de la página anterior o el populismo de Milosevic, el inexistente terror de un régimen que no es exactamente dictatorial y otras explicaciones más peregrinas.

Todo esto no quita que la mayoría de los serbios estén esperando al líder providencial que vuelva a hacer la misma jugada que a Milosevic le salió tan bien a fines de los ochenta: transformarlo todo para que no cambie nada.

Pero esta vez, con una variante: que reconcilie a Serbia con Occidente y, sobre todo, la deje en buen lugar (entiéndase esto como la cauterización de algunas heridas sangrantes, como la pérdida de Kosovo). Más abajo de eso, mejor seguir con Milosevic. En todo caso, estas reflexiones pueden ayudar a entender que la desaparición del tiranuelo ni siquiera es una garantía de que las cosas se solucionen en casa. Ya lo vimos en Bosnia tras la desaparición de Karadzic, y la lección no se aprendió. Algo parecido sucedió en Eslovaquia con el denostado primer ministro Vladímir Meciar. Sus sucesores coligados lo están haciendo tan mal que Meciar ha renovado su capital político y posiblemente no tardará en regresar al poder. Y si todo esto es así, la caída de Milosevic tampoco va a ser la solución de los problemas balcánicos en general. En realidad, no sería descabellado pensar que a muchas cancillerías occidentales les viene bien que Slobo permanezca en el poder un poco de tiempo más; porque tiene sus ventajas. Pero eso, por supuesto, es materia para otro artículo.

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