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Tribuna
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Entendámonos

Meritorio Anasagasti. Habría que ponerse en su lugar, en su piel, en sus zapatos, para comprenderle. ¿Quién aguantaría como él 365 días al año de declaraciones y contradeclaraciones, de reacciones y de contrarreacciones, en defensa de las posiciones cambiantes del PNV, a veces desconocidas, reivindicando siempre su absoluta coherencia y asumiendo la tarea adicional de elogiar o denostar a los partidos o a los líderes de los alrededores, según le vaya con ellos en cada momento de la feria a los del Euzkadi Buru Batzar? Porque un día le toca exaltar la tarea de Francisco Álvarez Cascos como pudo corresponderle otro cantar las excelencias de Rafael Vera, pero esa misma tarde se le puede exigir la plena descalificación del pasado franquista del primero o de la implicación con los GAL del antiguo secretario de Estado para la Seguridad y, en consecuencia, también la lapidación de todos los socialistas que hubieran estado afiliados entre 1983 y 1986.Aceptemos que se trata de un cometido agobiante. ¿Quién haría como él todo ese ingente trabajo poniendo la voz y dando la cara ante los micrófonos de las emisoras de radio y las cámaras de las cadenas de televisión? Micrófonos y cámaras que se consideran adversarios y que deben seguir siéndolo porque cualquier grado de afinidad con los medios correría el riesgo de ser interpretado por los de arriba como sospechoso de desviacionismo o de trabajo fraccional, en busca de indeseables vedetismos. ¿Quién sería como él capaz de sintonizar con lo inefable, con lo que ni siquiera ha sido manifestado? ¿O de explicar las diferencias entre sus respuestas y las de su líder, Xabier Arzalluz, a propósito de la independencia del País Vasco en términos de culpa para el entrevistador Gabilondo, acusado de haber sometido al presidente del PNV a un interrogatorio en el peor sentido del término?

Meritorio Anasagasti, repito, que como los toreros en plena temporada nunca saben qué les va a salir por toriles. Cada noticia recibida a la intemperie en el centro del albero tiene para Anasagasti su lidia. Así, fue contundente con las furgonetas de la dinamita el primer día, pero luego supo adentrarse en las beneméritas intenciones de los transportistas para imaginar que tal vez descartaban el derramamiento de sangre. Claro que en medio de tantos matices superpuestos hay un invariante: al ministro del Interior, ni agua ni concesión alguna. Lo mismo da que se sorprenda a la cúpula de ETA y sean detenidos sus miembros sin causarles un rasguño, que la llegada al aeropuerto de Barajas de algún criminal extraditado, que el hallazgo de José Antonio Ortega Lara, que la captura en Francia de los que se hicieron con ocho toneladas de explosivos o la de las furgonetas a la dinamita de Calatayud y Alhama de Aragón sin causar daño colateral alguno. El señor ministro siempre merece un denuesto procedente del graderío del PNV. La patada dialéctica a Jaime Mayor Oreja es una cláusula de estilo, y desde luego es inimaginable que de esas filas salga una felicitación al responsable de habernos evitado a todos lo peor.

Anasagasti, sometido a tanto estrés, acaba enunciando principios generales de los que, paradójicamente, se excluye. Por ejemplo, cuando el mensaje del Rey del 24 de diciembre afirma que la Constitución es el marco para solucionar el terrorismo, Anasagasti replica que "aquí no hay nada intocable". ¿Seguro? ¿Ni siquiera el programa del PNV? ¿Ni siquiera todo ese antiguo asunto de los derechos históricos mencionados en la disposición adicional de la Constitución? Para Anasagasti "se equivocan los que piensan que la Constitución es un fetiche, un tótem absolutamente intocable". Desde luego, pero ¿se equivocan también los que piensan eso mismo de los fueros, del Concierto Económico o del cupo? Anasagasti menciona los principios fundamentales del Movimiento, promulgados por aquel general que, con la ayuda entre otros factores de la carlistada combatiente, se decía caudillo por la gracia de Dios y sólo se declaraba responsable "ante Dios y ante la historia". Pero aquellos principios, que se consideraban en el preámbulo "permanentes e inalterables por su propia naturaleza", resultaron biodegradables bajo la acción de la voluntad general, que es sobre la que reposa la vigencia de la Constitución. Entendámonos, Iñaki.

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