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Nunca fuiste Robocop

El ciclista navarro no batió todos los récords porque, más que contra los demás o pensando en la historia, corría a su favor

La pregunta no encierra interrogación posible; el deportista español más grande del siglo, que es lo mismo que decir de todos los tiempos, es Miguel Induráin; el hecho de que no esté incluido entre los cien mundiales de la historia, ni entre sus 30 suplentes, en versión L`Equipe -cuando sí lo están los otros tres ganadores de cinco tours, aunque ninguno los alineara en fila india-, no obedece ni siquiera a la mala fe, sino a la ignorancia de quien nunca se siente obligado a mirar hacia el Sur. Induráin no sólo tiene un palmarés excepcional, sino que innovó con una manera de correr, hecha tanto de potencia insuperable como de económica inteligencia, cuidadosa de jamás ofender a nadie. Ganar con la naturalidad del movimiento de la sístole-diástole.Contrariamente a lo que muchos han o hemos escrito en momentos de pasmo y revelación, sobre todo en las carreteras francesas, el ciclista, que el soberanismo vasco quisiera hoy sólo para sí, era cualquier cosa menos una máquina. Una biología maquinal, por muchos chips de inteligencia, como a los ordenadores que juegan al ajedrez, que le hubieran insertado, habría devorado a la manera del belga Merckx, reventándolo todo, sin la ponderación suficiente para hacerse la economía de sí mismo.

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Induráin es el más grande

Es probable que si hubiera corrido con la ambición mecánica de un robocop de la ruta habría completado los seis tours que tantos le pedíamos, con lo que habría batido todos los récords del ciclismo de alta competición. Y si no lo hizo fue, precisamente, porque corría a su favor más que contra los demás o pensando envidiosamente en la historia. Habrá quien diga que eso es, precisamente, lo que le faltó para ser el hiper-campeonísimo de todas las épocas, y que el hecho de que se retirara sin haber conquistado un campeonato mundial de fondo en carretera, lógicamente el de Colombia, es reprochable en la medida en que privaba a la afición española de ese entorchado final en su extraordinaria carrera deportiva.

El punto de vista es razonable y algunos lo hemos usado en su tiempo porque, como aficionados, éramos tan caníbales del éxito como el propio as belga, pero, con el paso de los años, uno distingue que son exactamente los seres más reciamente humanos los únicos capaces de no agotar las reservas de pugnacidad por una victoria, que de todas formas le iba a corresponder a un compañero, y que podía ponerse incluso en peligro, por querer ser todo lo que uno sabe que puede ser. La mejor victoria en ocasiones es la que se obtiene sobre uno mismo.

Por eso, admirando al Induráin del triunfo sobrio y sobrante, nunca le hemos apreciado más que en ese tramo final de subida al Mortirolo, en el primer Giro de Italia que no ganó, cuando, partiendo del tercer lugar de la clasificación, que para él eran las profundidades, parecía a punto de culminar una sublime estocada con la que fuera a darle la vuelta a la carrera, y se demostró que la voluntad que ponía había llegado más lejos que las fuerzas. Ese primer día que Induráin no ganó, cuando una máquina sólo habría atacado porque estuviera segura de que iba a hacerlo, fue, posiblemente, su mejor hora.

Es verdad que el gran ciclista se acabó de una manera especialmente abrupta, de la que habríamos preferido no apurar la copa, pero eso, de nuevo, prueba lo impecable de su antropología. Inició un tour, que debía ser el sexto, sinceramente convencido de que aunque fuera con los dientes, sin la escueta facilidad de antaño, todavía podía encaramarse a lo más alto, y cuando la sucesión de cumbres, ya con el nombre de otros predestinados aguardando en la cima, dio su veredicto inapelable, supo decir que aquella temporada era la última. Grandeza sin codicia, ambición sin ansia, victoria y derrota con respeto a sí mismo.

En una de las cinco rondas francesas que Induráin coleccionó sin avaricia, un locutor de la TF1 dijo en una etapa nacida para reina, que el campeón había hecho una mueca: "lui a grimacé", con la emoción esperanzada de quien ha visto arquearse la ceja cuarteada del coloso; "también es humano", quería decir el cronista pensando en la fortuna de algún grimpeur galo agazapado, que soñaba, mal informado, en el milagro. No parece probable, sin embargo, que así fuera. Induráin no había hecho una mueca que, seguramente, cupiera atribuir al dolor o al sarcasmo; sólo empezó a experimentar, quizás, el sentimiento de quien ya sabe que incluso, contrariamente al dicho, los viejos soldados también mueren; pero desvanecerse, eso sí que nunca jamás.

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