Un hombre vicioso
El agente comercial llegó a Madrid a las diez de la mañana, se instaló en un hotel de 3 estrellas, abrió el periódico por la página de contactos y llamó a una mujer cuyo reclamo decía: "Señora madura, discreta y culta para caballeros de paso que necesiten compañía". Mientras negociaba el precio y los servicios, escuchó a través del teléfono el ruido de una taza de café al reposar sobre su plato, así como el murmullo de una televisión, o quizá de una radio, con el volumen disminuido. También, muy a lo lejos, la violenta descarga de una cisterna. Parecía que la casa a la que había llamado se estaba poniendo en marcha y le excitó tanto aquella suerte de cotidianeidad que pidió a Marisol (así se hacía llamar la mujer) que acudiera al hotel en seguida.-¿Cómo te gusta la ropa interior?- preguntó ella antes de colgar.
-Un poco deshilachada respondió él. Que no esté nueva.
Mientras Marisol llegaba, el hombre hizo un par de llamadas profesionales, concertó cuatro citas, y luego vació la bolsa de viaje. Mientras colgaba las camisas para que no se arrugaran, sintió que el vacío del armario estaba también dentro de él. Se había contagiado de aquellos espacios por lo general mal empapelados a los que se asomaba en cada uno de sus viajes como a un precipicio por el que uno sabe que acabará arrojándose. Entonces le atacaron unas ganas incontenibles de llorar, como cuando de adolescente veía películas de huérfanos. Le mataba la piedad por sí mismo, algo que un vendedor no se podía permitir. Su rendimiento había comenzado a bajar desde que le acometieran aquellas debilidades que no sabía cómo combatir. Y para colmo, en lugar de contratar los servicios de una prostituta joven, despreocupada, alegre, no se le ocurría otra cosa que telefonear a una mujer madura que se llamaba, o se hacía llamar Marisol, como su madre.
Sus colegas se morían por los montajes sadomasoquistas o por los números exóticos difíciles de encontrar en provincias, pero el único vicio de él era el amor. Le gustaba que las mujeres a las que contrataba fingieran que le amaban como aman las esposas normales, un poco deterioradas ya por los años y las horas pasadas frente al televisor. Cuando llegó Marisol, comprobó que era más madura de lo que el anuncio sugería, pero se trataba de una mujer repleta de adherencias domésticas y eso le gustó mucho. Ella se había vestido para parecer una señora interesante, pero sólo parecía lo que quizá era: una esposa.
-Me gusta que parezcas una esposa -dijo él invitándola a pasar.
Ella le contempló un poco asombrada pidiéndole que colocara el dinero a la vista antes de comenzar la sesión.
-Cuando yo haya visto el dinero, me explicas cómo te lo montas.
El hombre le pasó unos billetes y luego dijo que le gustaría que vieran la televisión cogidos de la mano durante un rato.
-Imagínate -añadió- que es un domingo por la tarde y que estamos en casa tú y yo solos, sin niños, viendo la tele.
Ella se tensó un poco.
-¿No serás un perverso?-preguntó.
El le explicó que se pasaba la vida viajando, siempre de acá para allá, y que de vez en cuando le gustaba fingir que se encontraba en casa, junto a su esposa.
-Pues mira, eso de la tele se lo pides a tu mujer. A nosotras se nos pide un griego, un francés, en fin, cosas normales. Los locos como tú empezáis viendo la tele y acabáis montando una escena de violencia doméstica. A mí no me ha puesto la mano encima ni mi marido, para que enteres.
El hombre no fue capaz de retener a la mujer, que salió de la habitación sin haberle devuelto el dinero. Superado el mal trago, telefoneó a su esposa.
-¿Cómo está Madrid?- preguntó ella.
-Mal, como siempre- respondió.
-Pues echa una cana al aire, hombre de Dios. Te aseguro que si yo estuviera en Madrid no paraba en el hotel ni un momento. Mira que eres aburrido.
Mientras ella hablaba, le llegó a través del hilo el ruido de la aspiradora y se excitó otra vez, pero luego, al colgar y verse solo en aquella habitación con cuadros de caballos en la pared, no supo qué hacer con su excitación y se puso a llorar. Lloraba de amor, eso es lo que pensaba él, pero a quién contárselo sin parecer un pervertido.
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