Amiguetes
FÉLIX BAYÓN
A los amantes de las fechas redondas hay quizá que recordarles que en estos días no sólo se acaba un milenio, sino que se conmemora el décimo aniversario de algo que trajo más cola de la que previsiblemente traerá el efecto 2000. Hace diez años, por estas fechas, se destapaba el caso Juan Guerra, aperitivo de la larga serie de escándalos que terminaron apeando al PSOE del Gobierno de la nación.
Desde entonces ha llovido mucho y aún, con el PP en el poder, sigue lloviendo. Tanto que lo de Juan Guerra ha dejado casi de parecer escandaloso. Las ingenuas chorizadas del entonces vicepresidente del Gobierno resultan veniales no sólo comparadas con las que vinieron a continuación, sino con las que se vienen dando en los últimos años: ejecutivos de empresas privatizadas que se hacen de oro sin que se les conozca otras virtudes que su vecindad con el poder, altos cargos de Agricultura que siembran plantaciones inservibles sin otra finalidad que la de cobrar subvenciones, un ministro que ha convertido la aviación civil en un deporte de aventura pero al que sobra tiempo para dar buenos contratos a sus antiguos socios y para llegar a acuerdos con un alcalde tan sospechoso como Gil.
De todo lo ocurrido en los últimos tiempos es quizá este trapicheo de zonas verdes por parte de Arias-Salgado -el ministro del que depende precisamente la Ordenación del Territorio- el que resulta más significativo de cómo las promesas de regeneración moral del PP eran sólo una broma o un cebo electoral.
Lo más grave es que estas conductas tienen más de norma que de excepción y no sólo no son censuradas por los dirigentes del PP, sino que incluso son aplaudidas. Recientemente, este periódico informaba de cómo la alcaldesa de Málaga, poco después de tomar posesión, había dado trato de favor a un compañero de partido perjudicado por unas expropiaciones. El que estos hechos se hayan producido en la primera legislatura y nada más tocar poder hace descartar que sea el paso del tiempo el que haya relajado las costumbres.
En defensa del PP hay que alegar, quizá, la alta confianza que sus dirigentes tienen en sí mismos, que les puede llevar a pensar que este país se regenera por el simple hecho de que sea la derecha la que gobierne, que es natural que estas cosas pasen y que en cambio lo que no era natural era que gobernara la izquierda. Es la única deducción que puede extraerse de la apatía con la que los dirigentes del PP observan cómo la corrupción se instala en su vecindad.
Visto desde la derecha, el problema de la corrupción en el PSOE no era quizá la corrupción en sí, sino que los corruptos fueran tan zafios como Juan Guerra o esos tiburones del caso Ollero que han venido siendo juzgados estas semanas en Sevilla. Los del PSOE eran corruptos que carecían de legitimidad histórica: los de la derecha, en cambio, son herederos de varias generaciones que han hecho fortuna gracias a concesiones públicas en aquellos años del franquismo y que consideran normal seguir gozando de los mismos privilegios de sus mayores. Por eso cuando ahora se les acusa de corrupción se indignan: creen que lo suyo es diferente y les ofende ser comparados con novatos como Juan Guerra.
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