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La Liga xacobea

Vigilado por el Celta, el Deportivo ha hecho la más peregrina de las revoluciones: después de retar a todos los pretendientes, ha zarandeado a los dos favoritos oficiales, se ha abierto camino en el grupo de segundos aspirantes y, pim, pam, pum, ha puesto las estadísticas y los pronósticos a los pies del Santo. Por algún influjo milenarista, la Liga se ha convertido en un dominio del fútbol Xacobeo. De la noche a la mañana la plaza de Lendoiro rivaliza con la plaza del Obradoiro.Ciertamente no ha sido fácil ganar este jubileo, pero nadie discute ya que los chicos del Depor han completado la escalada más rápida y asombrosa desde que dicho César Augusto Lendoiro trepó hasta el despacho del director de su banco para depositar el cheque al portador que el Barça le había enviado por correo urgente a cuenta de la inesperada fuga de Rivaldo. Dicen los lendoirólogos que, al borde del síncope, el pobre interventor leyó "Páguense cuatro mil millones", se hundió en el sillón y marcó el acento para hacerle una desesperada pregunta gallega.

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-No pretenderás cobrarlo, carallo.

Fue probablemente aquel día cuando el Superdepor de entonces afrontó el mayor de los peligros que podían amenazarle: el de transformarse nuevamente en Depor, un voluntarioso equipo de provincias que hace sólo dieciocho años estaba luchando con un desmedrado Celta de Vigo para eludir la Tercera División. Porque, entendida como un expolio más que como un golpe de fortuna, la deserción de Rivaldo podría provocar en el equipo un profundo complejo de inferioridad. ¿De qué servían los delirios de grandeza? Explorabas el mercado mundial, te abrías paso en la maraña de comisionistas y mangantes, demostrabas el buen gusto de apuntarte a la escuela brasileña, traías consecutivamente a Bebeto y Rivaldo, y de pronto llegaban los grandes con la morterada de billetes y te quitaban el estandarte de las manos. ¿No sería mejor abandonar, admitir el papel de segundón y embarcarse para siempre en una economía de supervivencia?

Los malos presagios no se confirmarían. En vez de apretarse el cinturón, el club trató de aprender de su propia historia. Era cierto que en el año 92, recién llegado de la Segunda División y sumido en la fiebre internacionalista, se había revelado como una de las más abigarradas versiones de la legión extranjera. Su problema no consistía en agrupar a los neófitos bajo alguna clave táctica; el problema era entender qué segundo plato le pedían al jefe de cocina. No hubo caso: viéndoles trajinar centollas, vieiras y percebes se hizo evidente que el marisco ponía de acuerdo a francófonos, latinos y arabistas. Gracias a la consistencia de la gastronomía local todos acabaron pactando con Galicia y con el ácido úrico.

Luego, para poner en orden la nueva romería, Lendoiro licenció a Arsenio Iglesias y llamó a Javo Irureta, un sobrio estratega cuya única debilidad era la prudencia: con la pizarra en la mano, para él, como para todos los inversionistas escaldados, ahorro y economía son la mejor lotería. Por añadidura, el club quiso mantener la patente según la cual No hay un equipo grande sin un crack y con ese lema salió a buscar al sustituto en las frondas de Brasil. Volvió con Djalminha.

Desde entonces, Djalma alza el cuello de la camiseta, se ajusta los galones, toma el mando, revisa los principios de la esgrima y convierte cualquier jugada insustancial en una gran aventura.

Hace un año, Lendoiro proclamó solemnemente "España y el Barça nos deben una Liga".

Como dijo el banquero, ahora piensa cobrársela, carallo.

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