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El siglo

VICENT FRANCH I FERRER

El siglo empezó bajo el signo de la mortificación del ser de España. Fue entonces, cuando al socaire del impulso regionalista catalán el doctor Barberà despertó a la Morta Nacionalitat (Llombart, Tomàs i Martí) para exponerla de cuerpo presente por si sus deudos la resucitaban, reinventaban o acomodaban a los nuevos tiempos.

En tres décadas, el dualismo entre lo popular inocuo (llorentinisme) y las formulaciones miméticas de lo catalán (la Declaració Valencianista de 1918) apenas consiguieron un leve resurgir de las letras y algunos textos tópicos donde no había casi nada del latir autóctono, porque el corazón valenciano ya era transplantado y bombeaba sangre al ritmo de lo español. Bastó que el régimen de Primo de Rivera, sus secuaces aquí, descubriera lo banal como sucedáneo de lo esencial para abrir el surco de otra dualidad lamentable: lo valenciano como folclore versus lo valenciano como parte de lo catalán. Y de esa fisura, la IIª República, esclava aquí de los cleavages de derecha / izquierda, catolicismo / laicismo y reacción / revolución consiguió relegar la cuestión de la identidad emergente sumergiéndola en un conflicto menos tenso de lo que se ha creído a propósito del Estatuto de Autonomía que nunca llegó (Cucó).

Ni siquiera la guerra civil consiguió establecer un nuevo y definitivo argumento a la causa de los que finalmente la perdieron en el sentido de añadir la cuestión de la identidad como pueblo a la suerte de quienes defendieron por el orden que se quiera la revolución, la República o las libertades.

Por eso el franquismo, en un largo período de construcción de los estancos espacios mentales de los valencianos consiguió borrar con facilidad la huella de los débiles precedentes que hubieran podido ser útiles a la hora de encarar la vuelta a las libertades, el retorno a otra oportunidad donde conseguir hacer realidad los constructos que la guerra se tragó.

Cuando el movimiento democrático de oposición descubrió el valor de la nacionalidad y del nacionalismo entre los valencianos no fue mediante la arqueología o desempolvando la memoria histórica sino adscribiéndose a un nuevo y ahora más elaborado discurso mimético de lo catalán. Y, por ello, lo que fue el fenómeno más espectacular en siglos del resurgir de la cultura autóctona, el fusterismo, se estrelló, cuando saltó a la arena política, contra el blindado corazón a base de piedras de El Escorial, La Giralda o El Pilar de la mayoría de los valencianos, dando lugar a un inaudito despertar negativo de les fosques consciències (que advirtió lúcidamente Marquès en los primeros setenta) que casi acabó (en la Batalla de València) con las expectativas de obtener un digno Estatuto de Autonomía.

Empezamos el siglo a la sombra del fracaso de una determinada España; lo acabamos con casi dos décadas de descentralización política, y dueños de un modesto autogobierno para el que todo lo que hicimos nos valió lo mismo que a murcianos, castellanos, riojanos, cántabros y tantos otros, que recibieron sin mover un dedo idéntica porción que nosotros.

Con dos dictaduras, una guerra exterior (Marruecos), otra interior y una derrota cuando más necesitábamos la victoria (en la transición) la tarea del nuevo siglo será sin duda dar sentido y proyección histórica al autogobierno aprendidas las amargas lecciones de nuestra historia.

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