Optimismo
LUIS MANUEL RUIZ
Alfaguara ha emprendido recientemente la reedición de la obra de Thomas Bernhard con una inusitada, excelente acogida por parte del público, y yo me sumo a esa aceptación y leo Trastorno. Un joven que estudia en la capital aprovecha los fines de semana para visitar a su padre, médico rural, y acompañarle en sus visitas, lo que es pretexto para revisar el sofocante museo de monstruos y desquiciados de la región, un valle dividido por el cauce de un río que constituye una especie de circo agigantado hasta dimensiones de disparate, un enorme parque de atracciones para freaks y rarezas. Para Bernhard, el mundo es una extensión de ese valle: lugar infecto y lóbrego donde se impone la idiocia de los gobernantes sobre la de los sometidos, paraje alucinante cuyos habitantes se dividen en dos bandos más complementarios que excluyentes, el de los enfermos y el de los locos. En momentos de desesperación todos hemos convenido con el autor austríaco en que la vida es una jaula de tarados que no desean curarse, pero todo resulta más pacífico y agradable y los domingos parecen más soleados si esa certidumbre se silencia. Sin embargo, saltan a la palestra del dominio público acontecimientos atroces, salvajadas que nos obligan a reconocer que el pesimismo de Bernhard se aproxima dolorosamente a la clarividencia: que el cerebro del mundo padece un serio trastorno, y que hay criaturas que vagan por la tierra envenenadas de su pus sin conocer el sentido exacto de lo que perpetran.
Un individuo aguarda a su esposa en la estación de autobuses de Écija, la espera durante horas sin que le disuadan la tardanza de los vehículos, lo descabellado de su propósito; finalmente, cuando esa llegada se produce, el hombre la emprende con la mujer a puñaladas hasta romperle el corazón en un ataque. Esta historia forma otra gota más que añadir al vaso colmado de nuestra paciencia y nuestra perplejidad: diariamente sabemos de sujetos que descuartizan prolijamente prostitutas, de cadáveres de adolescentes que aparecen desnudos y violáceos en las lindes de algún olivar. El sentimiento que nos embarga al tener noticia de todo este marasmo de violencia trasciende la mera rabia y supera el miedo; nos preguntamos cómo es posible que esto suceda, aun ahora, en estas postrimerías de siglo en que las instituciones tratan de alimentar nuestras conciencias con una especie de optimismo filantrópico. Parece que las palizas, los degollamientos, las piras y las torturas son cosas atrasadas, estadios que el hombre agotó en su evolución: y a la vez que proclamamos la universalidad de los derechos humanos, que exigimos el respeto a la libertad y la persona de los otros, siguen trabajando auténticos artesanos de la muerte, gente que no se da por aludida por ese proyecto de convivencia.
El siglo que entra será, dicen, el de los derechos. Una lectura paralela de la novela de Bernhard y de cualquier periódico basta para desmentir ese optimismo. El asesinato, a pequeña, media y gran escala, goza de un excelente momento. Écija y Chechenia no están tan separadas en ese abominable termómetro de la muerte: lo que distingue a un cuchillo casero de la artillería industrial. Y uno se pregunta con qué material va a construir el nuevo milenio la humanidad impoluta que acaricia.
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