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De Florencia a Seattle

Después de la Organización Mundial de Comercio (OMC), ocupó el Centro de Convenciones de Seattle un grupo de ópticos. Los delegados de la OMC deberían haber contado antes con su ayuda: a lo mejor les habrían curado su extrema ceguera. No son los únicos que necesitan urgentemente algo de vista. La élite política global es incapaz de enfrentarse a una economía mundial que ahora ha sido declarada oficialmente fuera de control. Cuando las nubes de gas lacrimógeno llenaron las calles de Seattle, pensé en el Sansón de Milton ("sin ojos en Gaza, sólo con los esclavos"). La analogía es imperfecta: el templo ya está en ruinas.¿Es la Tercera Vía una alternativa? Reunidos en Florencia poco antes de la conferencia de Seattle, Blair, los Clinton, D"Alema, Jospin, Prodi y Schröder nos aseguraron que ejercían toda la diligencia debida en el gobierno. Se centraron en expresiones de buenas intenciones. De hecho, se hicieron eco de la más vulgar de las creencias: que como el mundo es como es, no puede ser de otro modo. La Tercera Vía retrata la economía global como omnipotente, pero benigna, que recompensa a los que son capaces de adaptarse. La figura ideal de la Tercera Vía no es el ciudadano activo, sino el empleado sumiso. Clinton dio a entender que la economía global requería controles sistemáticos. (Sin embargo, en Washington, su Departamento de Hacienda empujó al economista Joseph Stiglitz fuera del Banco Mundial por describir el "consenso" sobre la liberalización y el libre comercio como un fraude intelectual). A excepción de Jospin, nadie hizo hincapié en que había conflictos a los que enfrentarse, intereses que desafiar. Como los deístas del siglo XVIII, los participantes del simposio de Florencia esbozaron un mundo que andaba solo, y se asignaron el papel de tranquilos custodios. La referencia de Enrique Cardoso a la pobreza en el hemisferio sur suscitó un beneplácito sereno: eso también se acabaría.

De hecho, cada uno de los participantes se ve acosado por la turbulencia. Blair vacila a la hora de decirle a la opinión pública británica que aunque la libra sea un orgulloso símbolo de la soberanía nacional, el capitalismo internacional vuelve nula esa soberanía. Clinton debe complacer a los segmentos radicalmente opuestos del Partido Demócrata. Hollywood, Silicon Valley y Wall Street necesitan la economía global, y son ellos los que financian a los demócratas, al presidente, y al aspirante a sucederle, el vicepresidente. Los votos del partido, y las energías electorales, provienen de los negros, los sindicalistas y las familias trabajadoras, que se muestran escépticos ante las consecuencias de la concentración de Clinton en la reducción del déficit y la liberalización. Schröder, después de salvar a la constructora Holzmann de la mala gestión de los banqueros, ahora está siendo atacado por el partido del capital. Si persiste en la obstinada creencia de que los Estados tienen deberes para con sus ciudadanos, los "mercados" retirarán el capital no sólo de Alemania, sino de toda la Unión Europea. Schröder, que pretende tranquilizar no sólo a su partido, sino al electorado, podría todavía desandar lo andado por Oskar Lafontaine. Está empezando a comportarse como si hubiera que tomarse en serio la Carta Social Europea. Eso explica la charla ante la Asamblea Nacional francesa, el acercamiento a Jospin, y el abandono del informe Blair-Schröder.

El propio Jospin tiene que defender el doble proyecto de su Gobierno, la ampliación del Estado de bienestar y la modernización de la economía, frente a la invasión ideológica y real del capital internacional (y sus colaboradores nacionales). El recuerdo de la debacle de Mitterrand en 1983 es una advertencia, pero los socialistas imaginan que están representando de nuevo Valmy. Hasta el momento, la estrategia de Jospin (insistir en que la República se apoya en un contrato social así como político) ha funcionado. Una alianza con una Alemania dedicada otra vez a su propio contrato social le vendría bien.

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En Florencia no se discutió ninguna de estas dificultades. Los hombres de Estado guardaron un silencio a voces respecto a las medidas para abordar la inevitable contracción de la economía global, la defensa de la cultura democrática frente a sus enemigos, Berlusconi, Bertelsmann, Disney, Murdoch y Time Warner, y el revivir de la ciudadanía. El bien organizado espectáculo fue como uno de esos concursos de televisión en el que a los concursantes se les dice de antemano las respuestas, mientras el público, que sospecha que le están dando gato por liebre, aplaude con cinismo y cansancio. Seattle, precisamente por su desorden, fue un acontecimiento mucho más importante, con una resonancia bastante sorprendente en EE UU.

La alianza de iglesias, ecologistas, defensores de los derechos humanos y sindicalistas que quedó de manifiesto en Seattle llevaba forjándose bastante tiempo en lo referente a las cuestiones globales. El año pasado impidió la adhesión de EE UU al Acuerdo Multilateral sobre Comercio. Ahora los medios de comunicación estadounidenses afirman estar asombrados por el nuevo movimiento. Sin embargo, su existencia no ha dejado de ser aprovechada por el más hábil de los políticos, Bill Clinton. Con su llamamiento a favor de los derechos humanos y de la puesta en práctica de las normas laborales en Seattle, molestó a muchos de su propio Gobierno. (Efectivamente, al ser preguntado, uno de sus asesores más próximos estuvo de acuerdo en que Clinton estaba a la izquierda de la Casa Blanca. La afirmación sólo es absurda a primera vista. Con frecuencia, Clinton se ha distanciado, retóricamente, de las burocracias y grupos de presión a los que a fin de cuentas obedece). Clinton está empeñado en que le den la razón: eligiendo el año que viene a su vicepresidente. Sin embargo, el vicepresidente está en una posición nada envidiable. Sus donantes financieros insisten en el "libre comercio", pero un gran número de demócratas y ciudadanos independientes exigen que se controle la economía global.

Queda por ver cómo se abordará el tema en las elecciones del 2000. Nuestras elecciones no llaman precisamente la atención por su profundidad intelectual o simple honestidad. Sin embargo, es posible que los candidatos sean incapaces de esquivar la cuestión de la regulación económica y la igualdad social. Desde luego, la coalición de Seattle, encabezada por los sindicatos, volverá a la carga.

Lo que está claro es que la Tercera Vía, como un intento de Blair y Clinton de organizar una capitulación honrosa por parte de los Gobiernos democráticos ante el mercado, no conduce a ninguna parte. Los socialistas europeos no tienen por qué abandonar sus principios para unirse a los demócratas estadounidenses, cuando gran parte de nuestro Partido Demócrata está recuperando su propio pasado socialdemócrata. El grupo que se reunió en Florencia volverá a encontrarse en Düsseldorf en marzo. Por entonces puede que hasta Schröder invoque al hijo olvidado de Renania, el doctor Karl Marx. De hecho, es posible que Clinton no le ande a la zaga: podemos suponer que nos enteraremos de que, a fin de cuentas, nuestra Revolución estadounidense fue el principio de la democracia radical. Eso es verdad, y después de Seattle, muchos estadounidenses están empezando a preguntarse si no necesitaremos otro New Deal.

Norman Birnbaum es catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Georgetown.

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