Churros y buñuelos
Hay quienes rechazan de plano las reflexiones de Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre. Generalmente es la gente joven, lo que hace tal aseveración comprensible, no compartida -si queremos ser sinceros- por los viejos. Nosotros solemos tener un pasado y, en el peor de los casos, lo fabrica la fantasía o las mismas secretas frustraciones, con una leve ventaja -alguna nos corresponde- y es que, con mayor o menor clarividencia, el porvenir es algo que puede ser disfrutado en compañía. El pretérito, no.Esto es opinable, aunque le veo pocas fisuras al argumento, si bien el ceder no deja de ser una treta lícita. Ante nuestros ojos y los de nuestros descendientes se despliegan increíbles y variadísimas posibilidades, de las que en escasa medida llegaremos a beneficiarnos. Lo imposible de compartir, aun dispuestos a ello, son unas cuantas cosas que forman parte de los años que han transcurrido por nosotros, irrepetibles y de cuya excelencia hemos de ser creídos bajo palabra.
Una de estas cosas son los churros. Otra, los buñuelos. Hablo de los churros, los buñuelos, las porras, los tejeringos de antaño, que tienen un vago parecido con lo que encontramos hoy, a la hora del desayuno, en bares y cafeterías. Me refiero a los buñuelos, churros y porras predemocráticos, aunque no parece haber concomitancia con una y otras cosas.
Las frutas de sartén -así se llamaron- fueron una delicia española que asombraba a los paladares extranjeros, quizá como cuando prueban, por vez primera, el jamón de Jabugo o los percebes. Un sabor exótico, indefinible, encerrado en una fórmula culinaria no tan simple como pueda parecer.
Traslado, para conocimiento de los lectores, el extracto de la receta con la que obtener un ortodoxo buñuelo de viento: pónganse tres decilitros de agua en un recipiente, con un grano de sal, una pulgarada (expresión caída en desuso, lo que puede tomarse con dos dedos) de azúcar, un trozo de manteca y una corteza de naranja o limón. Al todo hervido se añaden 125 gramos de harina, ligando la pasta, que se deseca al fuego, sin dejar de batir. Se vierte en otra cacerola y se incorporan cuatro huevos, uno tras otro, a corta distancia, trabajando siempre la masa obtenida y quitando las cortezas de los cítricos. Con una cuchara de café se toma una porción, a la que se da forma redonda con el dedo y se echa sobre una sartén, con el aceite apenas caliente. El buñuelo crece hasta quedar dorado y fino; se escurren y espolvorean con azúcar fina, aderezándolos sobre una servilleta. ¿Creían que era simple? No, las obras de arte son siempre complejas. Hubo buñuelos de patata, de arroz, de manzana (que deben ser camuesas, ¡ojo!), de crema de almendras, albaricoque, incluso de apio. La realeza y la burguesía españolas degustaron, durante más de dos siglos, este producto gastronómico que hoy se ofrece, notablemente deteriorado, a las multitudes en forma de una rosquilla blanda que cae sobre un dedo, ya saben a lo que me refiero.
El churro y la porra parten de principios semejantes, menos sofisticados, aunque percibo una mistificación en cuanto a los ingredientes, que les aleja de aquellos manjares del ayer remoto. Ni la harina y el aceite son los mismos ni el fuego de carbón, hoy de gas ciudad o butano, ni las grandes sartenes de hierro tienen que ver con las actuales, de acero inoxidable. La ingeniosa jeringa (de allí los tejeringos) que el churrero apoyaba en el antebrazo, impulsando la masa, que interrumpía con un airoso golpe de dedo índice, al caer en la sartén, hoy es una máquina que mide y corta el estriado producto. Sobreviven pocas churrerías en Madrid, aunque el gusto y la afición no hayan desmayado y el declive de las verbenas haya proscrito la castiza elaboración al aire libre. Queda un puesto a la entrada de la estación de Atocha y supongo que otros desperdigados por la capital; no se lamentará bastante la extinción de tan sabrosa actividad.
No hace falta ser muy viejo para recordar la estampa de los vecinos con los churros -vendidos por medias y docenas- ensartados en un junco y llevados a casa como una ofrenda. Hoy, el consumidor prefiere las bolsas de papel. Algún día hablaremos del chocolate espolvoreado con soconusco, de los picatostes y los cohombros.
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