Melosidad letal
Escenario: miércoles, a las 20.45, justo antes del telediario, primera cadena de TVE. Los dos autores de una hagiografía del presidente del Gobierno ni siquiera digna de consulta a efectos eutrapélicos levantan acta de su embeleso en un programa dedicado al cotilleo. Después de una excursión por la natural simpatía de la pareja presidencial, con apostillas sobre su única discrepancia en materia relativa a la dotación canina del hogar, la bella locutora concluye con una reconfortante frase: "El respeto y el amor es lo que reina en el palacio de la Moncloa" (sic). Esta declaración tiene el doble mérito de lo inesperado: no recuerdo que en tiempos de Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo o Felipe González hubiera nada parecido en la televisión pública, por más que ésta propenda siempre a la obsequiosidad con el poder.Elevemos la anécdota a categoría. De todos es bien sabido que en España las elecciones no se ganan, sino que se pierden; ésta es, además, una tendencia muy habitual en el fin de siglo. En 1977 perdió Alianza Popular empeñada en emprender la carrera electoral demasiado pronto y con Fraga quitándose la chaqueta para enfrentarse a los reventadores de sus mítines. En 1979 perdió el PSOE, aún demasiado verde. En 1982, tras repetidos intentos, consiguió, por fin, suicidarse UCD. Luego, durante toda una década, se descubrió que la llamada "mayoría natural", patrocinada por el líder de AP, no era lo segundo, pero aún menos lo primero. En 1993 no ganó el PSOE gracias a Garzón, sino que perdió el PP porque demostró hacer tan bien la oposición que no merecía la pena sacarle de ella. En 1996 los socialistas hicieron algo parecido a lo de la UCD en 1982, pero las deficiencias del adversario convirtieron el acto del suicidio, por fallido, en algo relativamente grato.
De que las elecciones se pierdan son, en gran parte, responsables los líderes por su talante general y su modo de enfrentarse a los problemas. Por poner un ejemplo: Almunia parece persona consistente, hace bien al plantear propuestas y, sin duda, es el mejor candidato que puede presentar en estos momentos el PSOE, pero si unas listas electorales nada novedosas y una dependencia casi filial con su antecesor le deterioran su partido, tendrá escasas posibilidades. Hay que desear el restablecimiento de Anguita, pero, a estas alturas, cabe preguntarse qué le puede hacer más daño a una IU en proceso de amortización definitiva, su presencia en las listas electorales o su ausencia. En el caso de Aznar, las cataratas de azúcar líquido y miel que le rodean tras la sorprendente resurrección de Miguel Ángel Rodríguez le pueden hacer perecer de diabetes galopante. Los españoles tienen una tradición consolidada de soportar mejor a los gobernantes tontos o pícaros que a los ridículamente infatuados. Ahora bien, ésa es la precisa imagen que se nos da de él, con su peligrosa complicidad; aunque sólo sea por respeto a los españoles que lo votaron, hay que pensar que es mejor que como se empeña en aparecer. Abraham Lincoln dijo que Dios amaba a las personas normales y que por eso había hecho tantas. El discreto encanto del mediocre puede ser más atractivo que una pretenciosa condición de estadista envuelta en letal melosidad.
Estamos, de hecho, en campaña. Las elecciones no son sólo una liturgia más de la democracia, sino algo más profundo que se debe observar con respeto reverencial. Un halo casi religioso rodea a ese acto por el que cada uno de los ciudadanos, tras meditación detenida, deposita en una urna su voto trasladando a él sus esperanzas y deseos para el futuro al mismo tiempo que acepta cuanto de ella salga como resultado. Corremos, no obstante, el peligro de que la campaña se convierta en un entrecruzamiento entre los odios retrospectivos de la alegre muchachada mediática del PP a ese especie de hidra perversa a la que llaman "felipismo" y la adicción a la autocomplacencia azucarada que pronto se convertirá en motivo de regocijo del adversario. No debiera ser así: en esta campaña tendríamos que hacer balance de estos cuatro años, contemplar la oferta alternativa y decidir en consecuencia. Hay motivos para el desaliento, pero depende de nosotros mismos hacer todo eso con tino y conseguir el acierto final.
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